Reloj de arena
Raimundo Amador Fernández: el sargento platillo
En la gitana infancia de Raimundo Amador descarten que manejara entre sus mitos al Sargento Pepper, al Cabo Rusty o al propio Capitán América
Es mucho más verosímil que, compartiendo los potajes y las berzas en los días señalaítos familiares, se hablara mucho más de la Fernanda y la Bernarda, de Mairena y del Chocolate, de Paco de Lucía y del Turrón . Pero curiosamente a Raimundo Amador le encantaba que le llamaran el sargento platillo. Un grado inexistente en la escala militar. Pero muy útil y prestigioso en el ejército de salvación personal de aquellos que se buscan la manduca por las calles. Cuando terminaba de tocar y la gente se llevaba en el corazón la alegría pura de unas rumbas y bulerías con los tres mil desparpajos de su barrio, Raimundo pasaba la gorrilla para que brillara el jurdó del jornal diario. Y entonces Rafael, El Bizco eléctrico, Ramoncito y algún otro más de los músicos callejeros que le acompañaban, le guiñaban el ojo, se veían arriba y tenían todo el derecho del mundo a creerse los reyes de aquel mágico momento.
La primera noticia que se tiene de su genial desparpajo es la que protagonizó en el local «El Martinete» , en García de Vinuesa, de Pepe Donaire . Allí tocaba ya un gitanito no más grande que su guitarra. Ricardo Pachón y su señora se deleitaban con las maneras musicales tan libres de los chavales y cuando terminaron de tocar, Raimundo se fue para Ricardo y mirando su vaso de güisqui le dijo: «¿Me da usted un buchito?». Eso no se le olvidó en la vida al destacado productor. Como tampoco se le olvidó a Pepe Donaire los trajes que les encargó a Raimundo y a sus amigos en Izquierdo Benito para ir a ver tocar en Madrid a Paco de Lucía . Iban de categoría. Como príncipes gitanos. Que era la galante cortesía con la que Donaire trataba a aquellos talentos rupestres en su local de Camas, Los Gitanillos . Un cañón de local, frente a la fundición Caetano, donde la noche empujaba lo suyo al calor de clientes como Lola Flores, Camarón, El Junco, Paco de Lucía, Curro Romero ... Rara era la noche que las persianas se echaban antes de las siete de la mañana. Fue local de vaso largo y cante bueno. Pero también de potajes y calditos de puchero para la ronquera del madrugón. Una noche Donaire descubrió a los niños en la cocina: Raimundo, Rafaelito, Rafael el Negro, El Bollito, el Bobote , que se jamaron la olla de potaje dispuesta para la clientela. El hambre lo explica y justifica casi todo…
Raimundo descubre el alimento de su arte cuando conoce a Kiko Veneno . Un Veneno recién llegado de California, con Zappa, Joplin y Hendrix en su posología, que se lo da a beber y a fumar a Raimundo en su piso de Nervión, en lo alto de una farmacia, donde se llevaban las horas muertas tocando. La madre de Raimundo, preocupada por las desapariciones del niño, le daba las quejas a Ricardo Pachón cuando este le preguntaba por dónde andaba su sangre. «Con los jipos, Raimundo está con los jipos», se dolía. Los jipos eran los jipis. Y ellos fueron los causantes de que en los soportales de las Tres Mil, el barrio de Raimundo, las guitarras dejaran de tocar siempre por los palos más festeros del flamenco para empezar a escucharse rock. El veneno roquero ya había hecho su efecto. Pachón les propone grabar un disco: Veneno. Uno de los fracasos discográficos más sublimes: setecientas placas vendidas. Pero fue un referente musical inexcusable para las generaciones posteriores. A las que se ganaron, quizás, con lo que decía el tema de Los delincuentes: «Te quiero conquistar / con el suave viento gratis y fresco / de mi abanico de cristal…».
Cuando se repuso del veneno seminal, Raimundo y su hermano Rafael formaron «Pata Negra» . «Pata Negra» no en recuerdo del jamón que Donaire les ofrecía en «Los Gitanillos», sino por el color de la pierna de Rafael, más morenita que la de Biri Biri . Cuando le preguntaban a Raimundo si era Pata Negra decía que no, que Pata Negra era su hermano Rafael y él la paletilla… Y con esa Pata pisaron con fuerza y garbo la búsqueda del momento: la fusión del flamenco y el blues. En Rock-Ola acompañaron a la Martirio . El punk de las crestas, los pelos amarillos, los cueros negros y las tachuelas en los labios estaba de moda. Y les advirtieron de que si el público les escupía que no se rebotaran, que era la forma en la que aquellos neandertales mostraban agrado. Rafael estuvo tocando todo el concierto con un bastón con porra a su lado. Ni ciertos mánagers onubenses ni ciertas tribus capitalinas formaban parte de sus amistades favoritas.
Cuando la patita empezó a cojear, dejaron de andar juntos. En una estrofa de un tema parece que lee las manos del porvenir: «tengo que volar / tengo que volar / aunque solo tenga un ala…» A Raimundo lo vimos envuelto en papelillos de alegría tocando con B. B. King en una inolvidable «Cita en Sevilla» . Siempre acariciando la frescura carnal de Gerundina para convertirla en el eco musical de su talento. Ahora anda afanado en cosas de castellanos, como es hacer dinero y juntar patrimonio, para no volver a ser jamás el sargento platillo de su dura infancia…
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