El reloj de arena

Rafael González Serna: A la sombra de los pinos

Aún reverbera la llama inextinguible de un artista que escribía toreando y toreaba componiendo

Rafa Serna, con sombrero y medalla, monta a caballo en el Rocío Archivo J. Casal

Félix Machuca

Escribía toreando. Y toreaba componiendo. En sus letras había alamares y un pasodoble de rimas levantando el albero donde sentaba plaza. Más de setecientas canciones salieron de la mano que jugaba con el capote de su talento. Para que las orejas del éxito las cortaran Rocío Jurado, Isabel Pantoja, María del Monte, María de la Colina, Turronero, Manuel Orta…

Un día fue a una discoteca a cantar «Se te nota en la mirada» y el de la puerta no lo dejó entrar. No lo conocía. Porque ni quitándose el sombrero ni poniéndose la medalla la gente sabía identificarlo como el tumultuoso artista que era hasta que, además de escribir canciones, se dedicó a cantarlas. A cantarlas como las cantaba, por estas fechas, camino del Rocío, para con el tiempo escribirle a la Blanca Paloma su himno del centenario de la coronación.

Y en ese himno lo explicaba divinamente, como solo se explican las cosas a la gente del cielo, a corazón abierto y sin sospechas de reserva: «Y si tengo que cantar/canto al compás de tus vientos/ con un pellizco de sal/ de la marisma por dentro» . Llevaba la marisma por dentro, el camino en los ojos y a la Blanca Paloma en aquel corazón que era capaz de sangrar para escribir primaveras de lirios solitarios: «Yo iba de peregrina/y me cogiste de la mano/ me preguntaste el nombre/ y me subiste a caballo» . Y a la sombra de los pinos le cantó a ese universo de plata y bueyes, de risas y lágrimas, de éxtasis y delirios que es el Rocío.

Hacía el camino con su hermandad, la de Sevilla, la misma que, siendo un chavalote con la pandilla de los Siete Magníficos, invitaron a los romeros a comer tras el camino de vuelta. Los Siete Magníficos (Jesús Delmás, César Villamarín, Pepín Lirola, Roberto Brown, Jesús y José Tejado, Fernando Galán, Pepe Caballero, Juan Pérez Garramiola, Fabi Abad, Javier Rodríguez, Manolito Ramos…) llevaban en la carreta un jamón colgado de su correspondiente gancho. De forma inexplicable, por dos años, fue y regresó de la aldea colgado de su pincho, entero, sin herida alguna.

Hacía el Rocío con la hermandad de Sevilla y con los años le compuso a la Blanca Paloma el himno del centenario de su coronación

Montaron el festival, cantaron el Turronero, María del Monte y el propio Rafael. Por fin le llegó la hora al jamón: lo cortaron e hicieron un caldo que quitaba el sentido. Quizás llevara un exceso de hierro, porque a Rafa no se le ocurrió otra cosa que meterlo también en la olla, para aprovechar la grasa que acumulaba. En otra ocasión, una señora le preguntó en la aldea por una calle. Rafael le contestó que estaba allí al lado, al doblar una esquina. Algo no le gustó a la despistada porque le dijo: «Un respeto, que yo soy la hija de Caracol». Y Rafael le dijo: «Y yo el niño del sombrero y la medalla» .

El chaval del sombrero y la medalla, uno de aquellos siete magníficos que el cielo se ha ido llevando, poco a poco, envidioso quizás de la alegría que contagiaban, tenía arrebatos de una singularidad extrema. Por ejemplo: Rafa, en mitad de una reunión al calor de la candela, le dijo a un ejecutivo de una discográfica que como dijera una mentira más desaparecía . El ejecutivo soltó otra marca de la casa y Rafael dio un brinco, guitarra en mano, para desaparecer tras una tapia.

Los magníficos lo eran por eso y porque, el primer año de salida, por la Cuesta del Rosario , le compraron a un vendedor de chucherías pistolitas de agua con sus correspondientes cartucheras. Acabaron como el cuerpo auxiliar de la Cruz Roja porque caía tanto calor aquel año que muchos peregrinos le rogaban que los pusieran chorreando.

No menos magnífico era el toque de diana de la levantá . Se levantaban, como jóvenes que eran, tras pocas horas de sueño. Iban con sus pijamas de lunares, absolutamente incompatibles con un poco de buen gusto. Y en pijama, sobre las cinco de la mañana, empezaban a levantar a los romeros de la hermandad de Sevilla. Rafa y el Gordi a la guitarra. El resto en plan escrache con las cacerolas. Al final, la broma se convirtió casi en una tradición y los hermanos los recibían con su cafelito para que acabaran de espabilar al personal.

Formaba parte de los «7 Magníficos», una reunión rociera que convirtió la casa de Pepín Lirola en un remedo de Aquapark

Un año se llevaron de Vilima un tobogán de plástico . Lo colocaron en el Land Rover para hacer el camino. Y cuando llegaron a la aldea le dieron su sitio en la puerta de entrada de la casa de Pepín Lirola. A uno de ellos se le ocurrió coger la manguera y meterle dos cuartas de agua a la casa. Y todo el que entraba tenía que tirarse por el tobogán y nadar con ellos en aquel remedo de Aquapark .

Rafa granó en un artista completo, no en el artesano que aseguraba ser. Y fue rey mago en Sevilla, pregonero de su Semana Santa, autor del himno del Centenario del Betis, y vio cortar orejas en la Maestranza a su hijo Rafita Serna . Se fue pronto. Pero con todo hecho dejando en uno de sus discos uno poema de repeluco dedicado a Magdalena Lirola, su esposa: «Seré la noche estrellada si tú quieres que anochezca/ seré el lucero del alba si tu antojo es que amanezca».

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