RELOJ DE ARENA

«La Pantojita», comedias bárbaras

Podía empezar con la sevillana de la margarita que sueña con ser romero para terminar por el puente de Triana

La Pantojita Abc

Felix Machuca

Desde el pueblo de La Campana, como un repique ingenuo de su catastro, nos llegó esta chica con vocación de personaje de Valle , con la luna del cristal de su entendimiento confundido por la niebla, para ponerle a la noche el sello personalísimo de su artistaje. Se vino del pueblo como tantas y tantas otras que hicieron del estropajo y el jabón verde sus aliados para sacarle brillo a los suelos y verdugones a las rodillas. Quizás para comer caliente o para calentar con su ayuda el frío invierno existencial de la casa de sus mayores.

Era una España que se debatía entre el señorío y las peligrosas formas de los señoritos para que, en cada pueblo o ciudad, se hiciera la versión propia de los santos inocentes. La milana bonita tenía, en manos de Carmen Castaño , forma de pandereta o de guitarra. Y sus sueños siempre pasaban por la lentejuela, la copla y el escenario más cañí. Dejó el pueblo para entrar en Sevilla en la casa de una peluquera que no podía atender, al mismo tiempo, a las permanentes y al puchero en el fogón. Y allí estuvo La Pantojita hasta que se cansó de ver que entregaba más de lo que recibía. Luego se refugió entre ese enjambre zumbón, picante y, a veces, muy hiriente de la fauna de los placeros de la calle Feria. Donde la bondad y la maldad se rebujaban en la cama del humor para picarla , a su paso por los puestos de la recova y la loza, llamándola tonta.

Pero la tonta no lo era tanto. Ella decía que los médicos le habían asegurado que la hora de menos que tenía el reloj en las islas de su alma, la ganaría pasando el tiempo. Y ante la guasa espinosa y carnicera de algunos placeros ella contestaba con una casta envidiable, con un coraje de legionaria, repasando la maternidad dudosa de los vivos, muertos y pacientes familiares de los que la habían insultado. En la plaza de Feria hacía recados y un día se presentó con un pececito formándose en la pecera de sus entrañas.

Allí se le buscó padrino a la futura criatura. Y una iglesia para bautizarla en La Campana. Días inolvidables para La Pantojita . Porque la felicidad que nunca alcanzó viendo en los neones de la noche brillar el nombre de su estrella artística, se la dio aquella niña que encendió en su tierno corazón esa llama eterna, resistente al gas carbónico del olvido, que supone la maternidad. Y se hizo madre, sin que el padre apareciera con certeza como médico, ATS o seminarista, dolorosa, afligida, abandonada, desolada, trabajadora y entregada a su crianza. Todas las letanías le cuadraban a su maternidad . Que la hizo feliz e inasequible al desaliento de la noche.

La guitarra con menos posturas del mundo era la de La Pantojita. Y el cancionero más desvertebrado de los escenarios siempre fue el suyo. Rasgaba la tabla endiñándole a las cuerdas que bailaban solas, sin la prisión de los dedos en el mástil buscando una nota. Y las letras de sus canciones eran abstracción cúbica de las reales: podía empezar con la sevillana de la margarita que sueña con ser romero para terminar por el puente de Triana pasando la reina.

Dicen que Rocío Jurado la vio una noche y la invitó a Chipiona a pasar unos días de verano. Allí comenzaron los bolos veraniegos de La Pantojita, guitarra en mano y cantando letras de elaboración propia enalteciendo a la diva de Chipiona y dándole guindilla a la del Tardón. Por eso le pusieron La Pantojita.

Sevilla, esa ciudad que necesita personajes distorsionados para convertir sus noches en un viaje esperpéntico con la Orquesta Mondragón, se acostumbró pronto a ver a la Pantojita disfrazada de pastora en Navidad y con la mantilla y los botines deportivos en Semana Santa. Entraba y salía de los bares, de los locales, de las salas de transformistas. Con dos de ellos, me aseguran, perdió la cabeza y el dinero. Ese que le llegaba a sus manos por el imán de la conmiseración. Y que ella solía cambiar en papel moneda para asombro de muchos.

Un día llegó a la plaza de abastos de la calle Feria con 12.000 pesetas, ganadas en una mañana. Y los camareros del Califa de Pepe Camacho saben muy bien de lo que les hablo. La gente la quería . Y otros la tomaban como un juguete de feria roto, quitándole o destrozándole la guitarra. Cuando eso pasaba, se iba a buscar a sus amigos, se ponía delante de ellos con la cabeza gacha y los abrazaba tiernamente para encontrar el calor que le robaron las hienas callejeras.

Su vida es una comedia bárbara. Porque el águila real de su blasón es su hija; el romance de lobos el que vivió con sus atracadores transformistas y la cara de plata esa misma, la suya, que relucía siendo feliz y viendo reír a los que la aclamaban sin maldad. Hoy vive por Triana , rumiando quizás la frase aquella de Forrest Gump: la vida es como una caja de bombones, nunca sabes lo que te va a tocar…

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