Reloj de arena

Micaela Rodríguez Cuesta: Cuando se peina la luna

Brilló con luz propia por la fuerza de su singularidad. Y eso que marcó todos los tiempos de una formación cañí

Micaela Rodríguez, Cuesta Archivo Pepe Camacho

Félix Machuca

En los espejos del río donde veía peinarse a la luna es posible que también viera reflejado un destino artístico como el suyo. No era fácil vislumbrarlo. Porque Micaela nació en la olla más trianera y castiza del arrabal, la que condimentaba el potaje identitario del barrio, aquella calle Castilla ancha de inquilinos universales: Juan Belmonte, Gitanillo de Triana, Carmen Florido, Gracia de Triana o Matilde Coral.

En ese mundo que parece escoger a sus vecinos de entre una selección de talentos, Micaela Rodríguez Cuesta, Mikaela con «k» de kilo gracias a Bobby Deglané , brilla con luz propia por la fuerza de su singularidad. Y eso que, como mandaban los cánones, marcó todos los tiempos de una formación cañí: va a las academias de Eloísa Albéniz y Adelita Domingo y, a las primeras de cambio, parte de gira por España con la compañía del Príncipe Gitano y Dolores Vargas La Terremoto, donde los focos de los eléctricos del teatro comenzaban a seguirla para resaltar su presencia.

En Madrid firmó dos grandes impactos. Uno en el programa radiofónico más potente de la época: «Cabalgata fin de semana», con Bobby Deglané, donde estuvo a petición popular treinta y dos semanas ininterrumpidas. Muchos años después, saliendo de Bocaccio tras un pase de moda de Antonio Capell, Pepe Camacho rememora cómo un señor que se cruzó con ella en las escaleras, absolutamente vencido por la belleza de artista, tropezó y se rompió la nariz. No era para menos.

«En México entró en contacto con los intelectuales exiliados de la época. El escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias le dedicó un poema»

Pepe Camacho, que la tuvo en su sala de fiesta Califas la última vez que estuvo en Sevilla, la describe como la verticalidad señorial, ajena a los vulgarismos, discretamente enjoyada, con andares medidos y tono de voz sin estridencias. En México la descubre el cine, donde Mikaela hace películas de todo tipo y, aseguran, que dada su altura, hubo galanes a los que tuvieron que subir en plataformas para que la de la calle Castilla no los minimizara. Una cadena televisiva de Nueva York le concedió el premio a la popularidad , Puerto Rico la hizo hija adoptiva y en su pecho las autoridades de Tel Aviv le colocaron la medalla del Monte Sion.

Otros, en vez de medallas, le escribieron poemas. Como el que le firmó el escritor guatemalteco y Premio Nobel, Miguel Ángel Asturias. «Mikaela/la voz de avellana/la morisca, la gitana/ la española sevillana…» Y León Felipe, en México, le revela las claves de la declamación y la pone en contacto con la otra España, la que se tuvo que ir porque no cabían en nuestro solar sus ideas. No es descartable que aquel encuentro con intelectuales y exiliados le animaran a abordar proyectos futuros muy delicados por su temática en una España francamente oficial.

Pero lo que sí dejó claro es que el camino de Mikaela ya estaba trazado y que no tenía nada que ver con aquel arte castizo y popular que dio comienzo a su carrera, en la compañía del Príncipe Gitano y La Terremoto. Era diferente y así se mostraba. Y llegó a sentirse tan firme y fuerte en el terreno que pisaba, tan segura de lo que hacía, que no volvió a vestir la bata de cola en sus actuaciones. Fue como si Leonard Cohen hubiese abandonado su terno negro para cantar o Don Williams, el cantante country, hubiese colgado su sombrero vaquero para siempre.

«Fue la estrella radiofónica de los años sesenta, Bobby Deglané, el que la llegó a bautizar como Mikaela, con “k” de kilo»

Una auténtica revolución estética. Cambió la bata de cola por el traje de noche, cosido por agujas y dedales de oro como los de Pertegaz, Natalio y Dior. Guardó el costumbrismo en el ropero. Y de los mejores escaparates de la moda eligió su refinado vestuario para actuar. Yo creo que hasta la «Luna y el toro» de su copla más universal se quedaron sorprendidos de la personalidad que derrochaba. Pero entre la jara estaba escondido el eco de sus osadas apuestas. Zafiro se atreve a publicarle parte del cancionero de Lorca, tras tratar ella misma con la familia.

El franquismo aún no tenía una luz permanentemente encendida en el Pardo. Pero Mikaela grabó aquel disco en tiempos tan comprometidos para asombro de intelectuales e interiores izquierdas. Lo mismo hizo con Alberti. Un proyecto que financió la propia artista y que se llevó más de cuatro mil horas de grabación. El poeta José Hierro lo presentaría en Madrid, en una boîte de la calle Goya. Nos dejó un año antes del 92. Habiendo hecho posible su sueño artístico, aquel que vio reflejado en los espejos del río bajo la luna de España…

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