Memorial sevillano de costumbres veraniegas

La ciudad guarda una tradición de lucha contra el verano desde los baños de época romana a los cajones del río. Aquí se publicó el primer texto de salvamento acuático en el XVIII

«Noche de verano» por Gonzalo Bilbao. Lienzo que cuelga en el Museo de Bellas Artes de Sevilla ABC

Eva Díaz Pérez

Después de un verano extraño, raro y extravagante se ha impuesto la tragedia de los cuarenta grados. Esa realidad que convierte la ciudad en un aliento de horno y que goza de siglos de experiencia. Precisamente este clima extremo ha creado un memorial de costumbres veraniegas que hace a la ciudad singular en sus crónicas del estío.

Nuestro presente está protagonizado por una modernidad de climatizadores, pero Sevilla arrastra una tradición secular en su particular relación de amor y odio con el verano extremo. Un mapa esencial de Sevilla en verano fue la tradición de los baños. Hubo varios en época romana, pero hoy sólo quedan algunos restos de sus salas de agua fría, caliente y templada (frigidarium, caldarium y tepidarium) bajo el Palacio Arzobispal. En época andalusí gozó de fama el baño público -hamman- con aguas traídas por aceñas o azacayas cuyos restos se encuentran en la calle Mateos Gago o en Mesón del Moro.

En época cristiana se fueron abandonando por ir contra los costumbres morales, pero los rigores del verano hacían su visita algo placentero y siguieron abiertos los baños cercanos a la iglesia de San Ildefonso o el de la calle Baños.

Otro lugar preferido durante el verano eran los cajones del río. Manuel Chaves Rey en su libro «Cosas nuevas y viejas (Apuntes sevillanos)» recordaba cómo se celebraba la inauguración de la temporada de baños. Los cajones se encontraban en la Barqueta, al pie del puente de barcas, delante del colegio de San Telmo o en la escalera de San Laureano.

La necesidad de refrescarse hizo que la ciudad fuera pionera en aspectos insospechados pues fue aquí donde se publicó en junio de 1774 el primer texto dedicado al salvamento acuático en España: «Instrucción sobre el modo y medios de socorrer a los que se ahogaren o hallaren en peligro en el río de Sevilla». Francisco Aguilar Piñal recordaba en su «Historia de Sevilla» este documento que se hizo para evitar la gran cantidad de ahogamientos en el Guadalquivir. Así, se señalaban por primera vez las zonas de baños mediante estacas para evitar que la gente se adentrara en lugares no fondeados o con corrientes y remolinos.

Una especie de silbato

Incluso hubo «profesionales» del salvamento, es decir, auténticos socorristas del Guadalquivir en el siglo XVIII: «Dos buzos, o maestros de agua, hombres de mar, y hábiles nadadores, que han de estar bajo las órdenes inmediatas del capitán del puerto». Estos vigilantes del Guadalquivir vestían con curiosos calzones de lienzo y para advertencia llevaban un caracol de campo, que era una especie de silbato.

Un aspecto muy habitual eran los escándalos por la confusión de hombres y mujeres en las zonas de baño. Por esta razón se crearon unas ordenanzas: desde la madrugada hasta las once de la mañana podían bañarse las mujeres y los hombres hasta el toque de oraciones. Pero no fue suficiente y en 1726 el arzobispo Salcedo prohibió que las mujeres se bañasen en el Guadalquivir bajo pena de excomunión. No se conformó con eso y negó la sepultura cristiana a las ahogadas. Y todo por la crueldad de los veranos sevillanos.

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