Memoria de los dos últimos ajusticiados a garrote vil en Sevilla

Monseñor Camilo Olivares, como sacerdote y hermano de la Santa Caridad, asistió a los condenados por atracar el Hotel Cecil Oriente y matar a un policía armada

Monseñor Camilo Olivares Kako Rangel

AURORA FLÓREZ

«Te han salido canas» , le dijo su madre a Camilo Olivares tras el breve descanso que hizo el sacerdote al volver a su casa después de asistir durante la madrugada del 20 de febrero de 1960 a los dos últimos ajusticiados a garrote vil en Sevilla . «Fue tan horroroso que llegué destrozado y me eché a dormir», narró a ABC recordando aquel nefando hito desde la premisa de haber contemplado en directo el cumplimiento de estas dos radicales sentencias y de otra más: «Siempre he estado en contra de la pena de muerte , pero mucho más después de presenciarla».

[ Cuando murió un policía en un atraco frustrado en el Hotel Cecil-Oriente ]

Rafael Pino Cordón y Rafael Romero Peña habían sido condenados a muerte por el atraco al Hotel Cécil Oriente , en el que penetraron la madrugada del 3 noviembre de 1959 pertrechados de una metralleta sustraída en un destacamento militar, situado en el aeropuerto de San Pablo. Dos agentes de la Policías Armada, alertados por testigos se dirigieron al establecimiento. Uno de ellos entró y, según la crónica de la época, uno de los atracadores le disparó y murió . Fueron detenidos en los días siguientes después de que unos niños que buscaban chatarra hallaran el arma en un hueco cubierto con ladrillo y yeso en las murallas de la Macarena , que «venía siendo cubil de gentes de la peor calaña» —apuntaba el periodista del ABC—, ya que era lugar de cita de homosexuales , como dijeron que eran los dos atracadores, uno de los cuales, concluía el relato: «No quiso ponerse ayer ante las cámaras de los fotógrafos de Prensa hasta que no acabó de acicalarse cuidadosamente y dispuso su mejor sonrisa». Fueron condenados a pena de muerte el 27 de enero de 1960 y ejecutados poco antes de cumplirse un mes.

Siguiendo la Regla de asistencia a los reos de Miguel Mañara , en cuyos tiempos los hermanos de la Santa Caridad pedían oraciones por toda la ciudad tocando una campana, en la noche antes de la ejecución de los condenados «nos reunimos doce hermanos seglares, nombrados por el mayor, y dos sacerdotes en la iglesia de San Jorge para pedir la asistencia del Señor y nos dirigimos a la cárcel (Ranilla) , para acompañar a los que estaban en capilla aproximadamente doce horas. Aparte de atender en lo posible sus últimos deseos, ofrecerles tabaco, café, comida, les dábamos compañía , cariño y asistencia espiritual para su alma», cuenta monseñor Olivares, que prosigue su relato narrando que «en este caso, cuando entró en capilla, el sacerdote que me acompañaba, don Andrés García Asenjo, comentó: ‘la mitad del trabajo la tenemos hecha’, porque nos encontramos a los dos sentenciado s delante de una mesita llena de estampas y de medallas rezando piadosamente. Fue una imagen a la de los toreros en una habitación de hotel. Pero las horas transcurrieron más trágicas, hasta el punto que don Andrés se puso malo y se tuvo que ir».

Afirma Camilo Olivares que los dos rafaeles se declararon inocentes hasta el último momento en aquella última noche en la que fueron reconfortados por el sacerdote y por los tragos de anís. «Sin faltar a la caridad y al respeto —afirma— tengo que decir que eran personas frágiles, de corta inteligencia , extremadamente amanerados y físicamente débiles. Parecía difícil de comprender que hubieran sido capaces de robar un arma de fuego en un cuartel, planear y realizar personalmente un atraco y disparar en un tiroteo matando a un policía armada».

«¿Qué hora es?»

Camilo Olivares quedó como único sacerdote con aquellos dos infortunados doce horas que se le «pasaron volando por la intensidad y la emoción, aunque no así a los reos. Todos preguntan insistentemente: ‘¿Qué hora es? ¿qué hora es? Estuve con los dos, había que sujetarlos, iban lloriqueando... eran como niño s».

«Lo más indescriptible es que el sacerdote, siguiendo la tradición de la Hermandad, acompañaba al reo hasta el pie mismo del garrote vil ». Así lo hizo él. Recuerda que el verdugo —Bernardo Sánchez Bascuñana , titular de la Audiencia desde 1949 a principios de los setenta— me dijo:‘en Sevilla lo hago con más tranquilidad porque en otras ciudades el sacerdote termina su tarea en capilla y, a veces, soy yo, tal vez el menos indicado, el que habla al reo de Dios y la vida eterna en sus últimos momentos’».

Aunque asistió a los dos últimos ejecutados a garrote vil en Sevilla , para monseñor Olivares « fue muy impresionante el primero al que acompañé , porque era un hombre de muy poca formación y preparación, pero de gran categoría humana natural que aceptó no solamente su culpa sino también su pena y que casi conoció a Dios en aquellas sus últimas horas. Murió haciendo acto de fe y de esperanza y llegó a decir que él no había hecho nada por su familia y que si desde el Cielo pudiera hacer algo por ellos deseaba morir y así también pagar su culpa. Escribió tres cartas realmente impresionantes : una a su familia, mujer e hijos, para que fueran honrados y cristianos; otra al cardenal Bueno Monreal dándole las gracias por haber pedido su indulto, y la tercera a la familia de la víctima pidiendo perdón y diciendo que ‘ojalá con su muerte pudiera devolverle la vida’ ».

En este caso, se trataba de Francisco Abril Spínola, protagonista de un atraco con homicidio a primeros de mayo de 1959 . Junto a Juan García Pérez, alias «El Mico del Cañaveral» cerraron el paso a una motocicleta en la carretera de Aznalcóllar a Sanlúcar la Mayor para robar a los ocupantes. Francisco hizo un disparo e hirió de gravedad al conductor , que quedó tumbado en el suelo. Fallecería horas después en una clínica de Sevilla. Pero Francisco, a juicio de Camilo Olivares, se mostró auténticamente arrepentido y « reconoció su culpa desde el primer momento y aceptó cumplir su pena».

Cautivo con esposas

Cuando el 31 de octubre llegó su hora y le esperaban en el patio de la Ranilla el garrote vil y Sánchez Bascuñana, «los policías fueron a ponerle las esposas. Se negó en rotundo diciendo que a él no le importaba morir, pero como un hombre, no como una bestia amarrada —relata el sacerdote—, Cruzó las manos en la espalda y se pegó a la pared con fuerza. Intenté convencer a los guardias de que lo aceptaran así, pero afirmaron que tenían que esposarlo por razones de seguridad y porque así estaba estipulado. Para evitar que usaran la fuerza le dije al reo: ‘mira, te he hablado de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. El también era hombre, y Dios, y Rey y se dejó amarrar . Entonces, rápidamente, extendió los brazos y ofreció sus manos. Una vez más me acordé de las manos de Jesús Cautivo o de las de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder cuando se ponen en besamanos: las manos de Dios atadas».

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