Meditaciones sobre la Feria
Artículo publicado en ABC de Sevilla en la página 3 del día 18 de abril de 1948
AL influjo de la primavera como a los rosales, como el arbolado, a los escritores de Sevilla, y a otros que no son de aquí, se nos renuevan las savias de la inspiración, e inundamos los periódicos, las revistas y los estantes de las librerías con la literatura más ñoña y consabida: decir que la primavera va a llegar, con su cortejo fáustico, que los naranjos darán su flor enervante, que la Semana Santa de Sevilla es inigualable, o que la Feria es la concreción más apretada de la alegría, el garbo, la luz, el vino y la belleza... ¡Como si todo el mundo, con retórica o sin retórica, no comprobase la realidad de estas dichas con sus propios ojos, y el latir de su sangre más honda!
Esta literatura climatológica no tiene más que un encanto: su ingenua elementalidad. Es punto menos que imposible el poder escapar a su influjo. Y aquí estamos nosotros en este instante, ocupando las líneas de un periódico que dedica hoy su atención preferente al comento y exaltación de nuestra Feria abrileña . Y ya que no mayores ditirambos, puesto que después del anterior exordio debemos ser los primeros en constreñir los impulsos de nuestra fácil, festera, y narcisista cordialidad literaria, sí unas preocupaciones críticas en torno a la Feria de Sevilla : que no faltarán plumas dispuestas para el piropo. Hay un fenómeno inconcuso: mientras más alejada está la Feria de Sevilla de su raíz fundacional —mercadería agrícola— más auge y resonancia adquiere en sus manifestaciones accesorias. Y esto, hasta tal punto, que los valores ya se han trastrocado. Antes —no hace más de veinte o treinta años— lo importante, lo extenso, lo básico, era el mercado de ganados. Lo accesorio y siempre como consecuencia de aquél, el paseo, los farolillos, y la «caseta», sólo como sitio de descanso,‘ tertulia y convite. Familiarmente se bailaban sevillanas, igual que se bailaban en el patio o en el jardinillo veraniego de la casa, por natural alegre designio de las costumbres, y sin la obligatoriedad ritual con que ahora se impone. Hoy, casi ha desaparecido el aspecto campero de la Feria. El caballista, y, sobre todo, el traje de gitana, ha perdido autenticidad original , y ha llegado a adquirir la monotonía de un uniforme femenino alegre y seductor. Ha desaparecido el elemento básico rural; casi se ha esfumado. Y lo importante, lo imprescindible; es la luminaria, la exhibición, la turbamulta y el jolgorio, que antes nacían como consecuencias, en los alegres sesteos de las faenas del mercado, o con el vinillo, la cháchara o la ganancia de los tratos y cambalaches. Sin una justificación de su origen, ¿qué explicación encontramos hoy a este propósito unánime del gozo, a esta exaltación del júbilo que ha rebasado ya los límites urbanos y tiende a hacerse la fiesta de la alegría de España, y casi del mundo?... Porque estimamos que el fenómeno tiene raíces más hondas de las que a primera vista se aparecen. Porque estimamos que la Feria de Sevilla cumplimenta, en su actual designio dionisíaco, algo más que una circunstancia feliz de la música, el derroche, el baile, la literatura ocasional y las acacias florecidas.
El mundo está triste y apesadumbrado. Al abrir la Prensa, raro es el día que no nos hiere una angustiosa inquietud o que no nos salpica a los ojos una gota de sangre. ¿No será que en la Feria de Sevilla ha encontrado la sociedad actual el único encaje posible para determinadas manifestaciones consustanciales con la humana naturaleza —el júbilo, la alegría— vedadas en mucho por la rigidez de una circunstancia universal que rehuye la cordialidad y el gozo de vivir? Quizá lo que individualmente no nos atreveríamos hoy a hacer, porque disuena o perturba con el tono de la mayoría gris que nos envuelve, lo hacemos en la Feria, cuyo clima, de común y democrático acuerdo, es vivir todos iguales, olvidando por unos instantes la triste realidad qué nos angustia.
La Feria crea una fugacísima ciudad de luminarias, músicas y colores , y exige en todos una asistencia y encuentro en los más clásicos motivos de la felicidad sobre la tierra: el cante, la danza y la honda fraternidad de la alegría, sin límites, tratados ni fronteras. Meditemos sobre este aspecto de la Feria. Quizá Sevilla tenga, entre sus bellos trazos de bailarina con juventud inmarchitable, el único tesoro que divierte al mundo actual. Quizá aquí esté el único rincón sobre la tierra —la Feria de Abril— donde podemos reír, beber, cantar y divertirnos honestamente —chicos y grandes, pobres y ricos, blancos, verde o azules— sin que se disguste ni nos maldiga por nuestra alegría el angustiado y cejijunto vecino de la acera de enfrente.
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