Manuel del Valle, un sevillano británico

Tenía una retranca única y eligió perderle un paso al poder para observar mucho y hablar poco. Fue siempre un hombre moderado y cabal y su último proyecto fue recuperar las tertulias de Olavide en el Alcázar

Manuel del Valle siempre prefirió estar a la sombra a pesar de haber tenido importantes cargos públicos J.J. Úbeda

Alberto García Reyes

Cuando entró en el hospital Virgen del Rocío a comienzos del mes de octubre pasado para darse la primera sesión de quimio, ninguna enfermera lo reconoció. Pero él no lo contaba con el orgullo herido. Al contrario. Se ufanaba de haber sido alcalde de la ciudad y haber dejado pasar al siguiente sin hacer ruido. Dejar pasar. Esa ha sido siempre la gran virtud de Manuel del Valle, un hombre flemático, inalterable, sevillanísimo , de costumbres británicas, que gobernó la ciudad durante los ocho años más determinantes de su historia reciente, los previos a la Exposición Universal de 1992. Del Valle salió el 30 de junio de 1991 por la puerta del Ayuntamiento y no volvió la cara. Se fue a su despacho a trabajar como abogado laboralista de la camada de sus amigos Felipe y Alfonso y nunca más volvió a dar que hablar. Había presidido la Diputación de Sevilla y luego había dirigido la ciudad con una mayoría absoluta apabullante, pero jamás levantó la voz ni cuando mandaba ni cuando dejó de hacerlo. Hace unos años, en su despacho del edificio Sevilla I recibió a un crítico del partido, con quien había discutido sobre la deriva del PSOE en los últimos tiempos, y cuando comprobó que no iban a ponerse de acuerdo lo asomó a la ventana de la torre, señaló la Giralda y le dijo: «Por mucho poder que creamos que tenemos, en esta ciudad todos estamos a la sombra de esa». Del Valle huía de la discrepancia . Prefería rebuscar en los espacios comunes. Por eso admiraba a muchos de sus críticos: «No tiene razón, pero escribe muy bien» . Es difícil dar con alguien más equilibrado, más recatado en el ejercicio del poder. Ni gloria a los amigos ni miseria a los enemigos . Justicia y dejar pasar.

Del Valle dejó pasar la Expo que él había preparado. A la hora de los reconocimientos, el partido no le escogió . Pero él nunca se quejó. Fue disciplinado siempre. Había estudiado en el San Francisco de Paula. Aceptar el destino estaba en su catón. Pero sin que nadie le moviera sus cimientos ideológicos, tan moderados como su talante , tan profundos como su sentido del humor, sólo al alcance de los muy inteligentes. Una vez le preguntaron qué opinaba sobre cierto político de la derecha más pujante y el contestó con su retranca impagable : «No tengo opinión porque él no se la merece». Desenfundaba rápido. En una sesión del Patronato del Alcázar, donde ha entretenido su jubilación y sus horas más amargas, un joven concejal se puso a recordarle su pasado en el despacho de Capitán Vigueras , sus colaboraciones en Radio Vida y sus avatares con el primer PGOU. Él buscó cualquier mirada cómplice y susurró: «Sabe de mí más que yo, lo que demuestra que leer es más útil que vivir». Ahora estaba intentando recuperar las tertulias de Olavide en el Alcázar . Lo último que hizo fue organizar un homenaje a Romero Murube, al que había leído y vivido. Lo dejó preparado y el día de autos ya no asistió. Ese era su ritual. Hacer y desaparecer. Aquella noche prefirió estar con las enfermeras que no lo conocían de nada. Echarse a morir bajo su propia sombra. Perdiéndole siempre un paso al poder para poder ver y callar.

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