Reloj de Arena
Manuel Campos «Campito»: Las luces que no brillaron
Es el reflejo del mundo menos lumioso de la fiesta, la de las cuadrillas de trajes descosidos y sin luces
Tiene Solana un cuadro que tituló «El Lechuga y su cuadrilla» donde se recoge el reverso tenebroso de los que no fueron tocados por la gloria del toreo. Un cuadro honesto y expresionista donde no caben orejas triunfales, alamares de oro ni Nervas sinfónicos engloriando una faena para el Cossío . Es el reflejo del mundo menos luminoso de la fiesta, la de las cuadrillas de trajes descosidos y sin luces de plata y la del matador que ya no puede soñar con otra cosa que apoyar su derrota sobre unas banderillas usadas a modo de bastón. Ni puertas grandes, ni cortijos, ni dehesas. Tan sólo los sustos de las corridas de plazas de polvarea donde conviven en el cuartucho de la clínica la camilla de hule y el bidón con el hielo para la cerveza.
Algunas de estas plazas conoció Campito, el hijo del frutero Campos, en el abasto trianero y de quien Paco Rabal calcó sus maneras para darle cuerpo dramático a uno de los personajes más universales del mundo del toro en televisión: Juncal . Nuestro Campito es hijo del alter ego de Juncal, fue costalero de la Esperanza de su barrio, banderillero con mucho miedo al vértigo del balcón y «mozoespá» de los caprichos televisivos de Jesús Quintero .
Campito pudo estar en ese cuadro del Lechuga. En esa cuadrilla sin brillo ni luces de minerales caros que hacían noches en pueblos sin mapas acogidos al asilo de una señora que les daba jergón de hojas de maíz encamas de hierro. Las chinches les comían hasta los sueños de plata. Y la «jambre» los llevaban hasta el «soberao» de la casa donde se secaban los jamones y las paletillas para, como buscones de don Pablo de la torería, hacer sus mejores tardes cortándole a los ibéricos las cuerdas que los ataban a las vigas. Y para casa. En ese eclipse total de la fiesta anduvo Campito en situaciones muy parecidas a las de la cuadrilla del Lechuga, como por ejemplo en Ladrada , Ávila, donde estuvieron todos tan horrorosos que la Guardia Civil los metió en la cárcel. No por alteración del orden público, sino para protegerlo de la iracundia de los aficionados que, literalmente, querían matarlos. Campito fue un temporero del toreo. En agosto y en septiembre no faltaba a las ferias y romerías de los pueblos, donde se remataba la faena festiva con una corrida de ocasión. Hacía su maleta, metía lo que podía y se presentaba por si faltaba algún banderillero en la cuadrilla. Qué trabajito tenía que darle hacer aquellos macutos donde podía olvidársele algo, menos la jindama.
Dicen que banderilleaba de sobaquillo. No se asomaba al balcón ni aunque pasara por delante el caballo de Pureza . Campito encaraba la suerte esperando en la acera de la calle por donde pasaba el toro, pero sin volcarse sobre sus hocicos. Y cuando el toro resoplaba por su vera, se aliviaba para clavarlas de lado, por donde no había ni arcos ni huesos en punta de toros con malas ideas. En Osuna, quizás, alcanzó la cima de su leyenda. Cuando fue a banderillear a un zaino y el toro no se le arrancó. Se quedó embobado en los medios mirando lo que hacían los toreros como si hubiera visto a Juncal de tertulia en el Ventura o en el bar Cuesta de Triana. Fue entonces que Campito no llegó con su carrera a las tablas. Se paró, dio media vuelta y le colocó un par al toro por atrás, por la cola, digamos que a traición.
Campito pensaría que ni quitaba ni ponía reyes en la torería pero que ayudaba a su señor miedo, al que tanta lealtad le profesaba. Cierta vez le pregunté a un novillero cuál había sido su mejor tarde en la arena y me dijo: «en Matalascañas». A Campito se lo pregunté para mi entrevista de ABC en el 2008. Y me contestó que su mejor tarde fue el día de su despedida por el peso que se quitó de encima . Vivir con miedo no es vida. Y sobrellevarlo con trajes sin luces, cosidos y desconchados, donde el valor se te presupone, aún te carga más las piernas y te apretuja el pecho hasta sacarte sudores de angustias. Campito es el antihéroe de las plazas. No pudo ser ni Belmonte ni Nicanor Vill alta. Ni Ordóñez ni Camino. Ni Curro ni Paula.
Estuvo más cerca de la cuadrilla de El Lechuga. Me contó una vez que en Los Palacios tuvo que compartir traje con Isaías González porque solo había un terno. Y para no llegar tarde a una corrida en Teruel, sisó la rueda de un coche porque en el que iban no llevaba repuesto. Con Jesús Quintero toreó en las plazas más difíciles de la picardía, cosechando broncas , sonido de viento y muchas tardes de oreja y vuelta al ruedo de nocturnas inolvidables. Pero en realidad, el hijo del frutero, donde estuvo enorme y mandó a Juncal a la torre Pelli, fue dándole la vida a dos hijas descomunales: Paz y Sara Vega. Ahí las luces sin brillo de sus trajes se encendieron como una noche de Feria grande para darle al arte lo que tanto le debía…
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