AUMENTAN SUS HABILIDADES SOCIALES

El «gran hermano» de San Juan de Dios

La orden religiosa logra que un grupo de discapacitados mejore su autonomía haciéndoles vivir en un piso

Juan Carlos, Rafa, Antonio, Pablo, Raúl, Dani y Javi

JESÚS ÁLVAREZ

A cinco minutos en coche de la «ciudad» de la Orden de San Juan de Dios, en un piso de unos noventa metros cuadrados situado en una popular barriada de Alcalá de Guadaíra, viven Juan Carlos, Rafa, Antonio, Pablo, Raúl, Dani y Javi.

No son concursantes de ningún «reality» y cada uno tiene sus manías y costumbres, como hijo de su padre y de su madre (aunque algunos no tengan ni lo uno ni lo otro, o ambos se hallen en paradero desconocido) pero los siete, con diferentes edades y problemas, tienen una cosa en común: una discapacidad .

En este piso de tres dormitorios y un baño, por el que la Orden paga 400 euros al mes, no hay cámaras de televisión ni premios ni votaciones, ni ganadores, ni perdedores, ni nominados: el único premio es aprender a vivir y a convivir, a pesar de las limitaciones.

Los habitantes de la casa usan gafas grandes desde las que te examinan como un entomólogo a un insecto; algunos tienen movimientos nerviosos en los brazos o ciertos tics en las manos y en la cara pero todos son cariñosos: te saludan con afecto, aunque no te conozcan, y te enseñan la casa en la que viven con su monitor, su ángel de la guarda, de viernes a domingo, festivos y puentes.

Y viéndolos sentados en los dos sofás del salón de la casa, hablando cada uno a su manera, con los recursos expresivos que raras enfermedades les recortaron, de sus aficiones y rutinas, de su comida favorita o de su programa preferido de la tele , en fin, de sus cosas, nada hace pensar que estos chicos tan diferentes no puedan llevar adelante una casa. Si les ayudan.

El luminoso piso alcalareño en cuya terraza se puede tomar el sol contiene síndromes difíciles de pronunciar: Down, Dravet, Dandy Wahler o TDHA . Tenemos un autista y distintos retrasos mentales y madurativos,pero ninguno de ellos se siente un renglón torcido de Dios. La Orden se atrevió hace algunos años por su cuenta y riesgo a poner en marcha este singular «gran hermano» para demostrar precisamente que estos chicos merecían la oportunidad de valerse por sí mismos.

Y la han aprovechado, tal vez porque aqui nadie sabe de estrategias, postureos, alianzas, mentiras o iniquidades . Aquí nadie es largo, aunque todos, en algún momento, alguna noche, larguen. Aquí todo es como parece: por derecho, verdadero, real y duro. Como la vida misma.

Javi, 15 años , retraso madurativo, nos da la mano. Junto con José y Pablo, el más joven de la casa y el que hace los encargos en la calle .Uno de ellos. También juega al fútbol, al baloncesto «y a lo que toque». Dice que quiere ser electricista. Varios chicos con discapacidades como la suya lo lograron y se ganan la vida. Otros consiguieron trabajo en contratas de limpieza. «Suelen aprovechar sus oportunidades», comenta Esaú Pérez, gerente de la Orden en Sevilla. En la impresionante lavandería industrial que tienen junto a su «ciudad» alcalareña trabajan muchos discapacitados y nadie tiene quejas de ellos: son atentos y concienzudos en su trabajo. Lo dicen sus jefes.

Macarena tiene 37 años y es una sonriente auxiliar de Enfermería. Lleva en la Orden desde 2001, casi desde que acabó sus estudios. Trabaja en este programa de convivencia fuera de la residencia. «Todos los años vuelvo a repetir. Me gusta la experiencia aunque a veces hay conflictos, como es lógico», reconoce. La mayoría de estos chicos toma alguna medicación y algunas noches se ponen complicadas, pero a ella no le asusta: al contrario, le reconforta poder ayudar a personas como Raúl, Pablo o Javi.

Llega Raúl con sus gafas de Clark Kent. Tiene 29 años , un retraso mental moderado y un autismo atípico. Y tiene una hermana.

—El 4 de noviembre voy a casa de mi hermana . Mi hermana es mucho más grande que yo. Tiene por lo menos 32 y mi hermano 31.

Lo repite varias veces. «Ya nos hemos enterado», le dice Rafa , 29 años, retraso madurativo, otro de los habitantes de la casa con mayor autonomía.

Esaú Pérez , tan implicado en este programa como el superior de la Orden, Juan Manuel López, explica que estos chicos necesitan el afecto de sus seres queridos y queir a casa de una hermana o de algún familiar, «aunque sólo sea un día o durante algunas horas» es, para ellos, «la ilusión del mes».

La mayoría proceden de familias desestructuradas de niveles socio-culturales y económicos bajos y han sufrido abandono, desamparo y exclusión social. Aunque sonrían, el dolor lo llevan dentro. Algunos de sus progenitores tienen discapacidades intelectuales, enfermedades mentales o adicciones a las drogas, lo cual les impide ocuparse de ellos, visitarlos o acordarse de sus cumpleaños. En la «casa» no se olvidan nunca de estos detalles y sus habitantes y monitores actúan como esa familia que no siempre, o rara vez, está ahí para ayudarlos.

José, de 14 años , es otro habitante de la casa, aunque hoy no ha venido. No tiene ninguna discapacidad, pero tampoco tiene padres ni un lugar donde vivir. La Orden lo envía aquí algunos fines de semana y congenia con todos los demás, que son su única familia, aunque él marque distancias y le diga al monitor, si se pone pejiguera:«Oye, que yo no soy tonto».

Raúl no tiene ni un pelo de tonto:es un as de la tableta y se la lleva a las tiendas, cuando tiene que comprar comida para la casa, para hacer con ella las operaciones matemáticas y comprobar que el cambio es correcto. Luego pide un ticket que entrega al monitor. En las tiendas de Alcalá les ayudan. Raúl es capaz de resetear los móviles cuando se bloquean e incluso arregla alguna tabletas, cuando se estropean, destaca Macarena.

Pablo, 15 años, TDHA y retraso mental leve-moderado , adora a Macarena y a José Antonio, sus monitores, no sólo por el cariño que les dan sino por esa luz que les proporcionan cuando se queda a oscuras, sin saber qué hacer. También por su ayuda y paciencia en las noches malas. «Ojalá les suban el sueldo. Son los mejores monitores que hemos tenido», sonríe. Le pregunto qué hará el domingo y dice que «ir a misa y después a comer».

La comida es uno de los momentos más importantes del día. «Hacemos pizza, pollo asado, pescado a la plancha, sopa, hamburguesa, incluso coliflores», recita Raúl con parsimonia. Un monitor los supervisa siempre: «Tenemos cuidado con el fuego cuando hacemos un filete a la plancha», advierte.

José Manuel, 28 años , es auxiliar de enfermería y lleva trabajando desde hace 9 años en este programa. «Fue mi primer trabajo y espero estar muchos años aquí. Aprendemos mucho de ellos y me siento muy útil porque para ellos somos como su familia», dice.

—En el ordenador lo que me gusta ver son fotos de volcanes y tormentas.

Raúl lo repite varias veces. Y que no le gustan las películas «de crímenes». «Yo tengo sentimientos y no me gusta ver que le hacen daño a nadie», explica. Cuando los habitantes de la casa ponen alguna de esas películas en la tele del salón, él se va a su cuarto con su tableta. A cierta hora, doce o doce y media de la noche, deberá apagarla.

El programa que más les gusta a todos transcurre precisamente en una comunidad de vecinos, divertida y un tanto disparatada: «La que se avecina», la secuela de «Aquí no hay quien viva».

Aquí sí hay quien viva y ellos, con sus códigos especiales, su transparencia y su verdad, se entienden mucho mejor que los vecinos de la tele. «Tenemos peleas como todos los hermanos . A veces, por la música —dice Raúl—. Pablo no quiere que escuche».

Juan Carlos, 38 años , síndrome Down, te saluda y te aprieta la mano. Cuando te ha hecho crujir casi todos los huesos, te la suelta. Con la fuerza que tiene no extraña que sea uno de los «manitas» de la casa, junto con Javi, el futuro electricista. Dobla bien la ropa y si hay que poner un enchufe o hacer algún pequeño arreglo doméstico, ahí estará él. También le gusta mucho cantar y bailar y hace una demostración que todos celebran con risas y aplausos.

En un dormitorio de dos literas duermen Jesús, Juan Carlos, Pablo y Rafa. Todo está limpísimo . En el cuarto de baño entran uno a uno, por turnos, siempre con la puerta cerrada. En la residencia las duchas son colectivas y esto supone un gran avance.

En la casa se reparten las tareas . Dani hace las camas, Rafa cocina (aunque no le sale «pelar patatas»), Antonio le hace de pinche y Raúl recoge la mesa. Este espíritu colaborativo les ayuda a ponerle un calcetín al compañero o a encontrar una camisa en el armario. Se lavan su ropa y luego la tienden. «Esto no es un hotel: es una casa y lo tienen que asumir, dentro de sus capacidades», aclara Esaú Pérez.

Suelen ir un rato al parque a jugar o a dar un paseo. Los vecinos los reciben bien y los invitan siempre a sus fiestas de barrio, verbenas y cabalgatas. Se sienten bien acogidos y aquí se relacionan con muchas personas con las que no tienen contacto en la residencia. Les llaman «los chicos de San Juan de Dios». En la Orden se sienten agradecidos con la gente del pueblo.

¿Qué sería de ellos sin la Orden de San Juan de Dios? «Estarían en la calle, pero ellos saben que nosotros no los dejaremos nunca tirados. Otro tipo de empresas que se dedican al trabajo social lo harían, si no recibieran las subvenciones. Nosotros, no», asegura Esaú Pérez.

En la «ciudad» hay 109 residentes como Raúl, Pablo o Javi . Hay familiares que sólo vienen a verlos si les dan de comer en el centro. Allí vive un chico de El Vacie, paralítico cerebral, gitano, al que sus padres lo dejan con su furgoneta los domingos en la residencia. Luego lo recogen el viernes, aunque no todos. «Aquí está a gusto y atendido, come bien, tiene una cama confortable, pero él está deseando volver a su chabola con sus padres y hacer una candela». comenta Esaú, que a veces le dice: «Si quieres, te voy a hacer aquí yo también una candelita». Él sonríe pero está deseando que sea viernes para irse al Vacie.

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