RELOJ DE ARENA

Gracia Montes, el moscatel de su garganta

Alcanzó el Olimpo de las diosas de la copla, perseguida por los celos de las minoristas

En el local Bulerías del Paseo de Colón, recibió el homenaje de artistas y aficionados que la adoraban. Nuestro compañero José Antonio Blázquez y Pepe Camacho organizaron el acto en 1978 ARCHIVO DE PEPE CAMACHO

Félix Machuca

No salió de una casa de vecinos ni se arrodilló ante el ladrillo para hacer cristal del barro y comer del salario de la fregona. El puchero no fue en su casa el plato rey de la semana. Comió caliente, el arroyo caía lejos de su bienestar y sus andares elegantes delataban que la copla era interclasista. Pero tuvo que encerrarse por días llorando para que el padre la dejara ser artista. Gustaba a los exquisitos más exigentes y a los populares más castizos. Dios le pasó la mano por la garganta al nacer para darle una rosa o un clavel a una voz que se llevaba divinamente con la rumba, la sevillana, el romance y la saeta. Estuvo allá arriba, en el Olimpo de las diosas de la copla, perseguida por los celos de las minoristas. Tan grande fue su paso por aquel mundo de letristas y compositores todopoderosos que, cuando la niña de Lora abría la boca, las canciones se escribían solas. Ya fuera para reivindicarse como la alegría de la huerta en «Yo soy una feria» o para confesarnos el terrible destino de «La niña de Punta Umbría» , aquella Cinta del Conquero a quien la mala mar le engulló su corazón marinero.

Un día, el amor y su carrera se retaron en un duelo. Y apuntaron a las sienes del castigo. Ganó el amor, que fue una forma de perder el desafío, porque un ingeniero catalán, con la tapa de los sesos «escacharrá», ingeniero y señorial, la quiso para él y solo para él. Como el coleccionista de mariposas clava sobre el álbum de sus trofeos una hermosa primavera de alas empolvadas en el oro del trigal. Tenía dinero para alquilar el «Titanic» y dedicarlo a cruzar la bahía. Y no contento con haberla quitado de los escenarios, se gastaba las pesetas en comprar sus discos y hacerlos desaparecer de la circulación. Ni que la vieran, ni que la escucharan quería. Era el director general de los celos en la tierra, el enviado de Juno, estandarte de Otelo, dueño de las llaves de una jaula de oro. Nueve años duró la posesión de aquel Paco Balañá que hizo, por celos, de Gracia su desgracia. Liberada de tan griego destino, la niña de Lora volvió a las radios y a los escenarios. Conociendo a sus vecinos con Rafael Santisteban y con Boby Deglané , subiéndose a todas las cabalgatas de fin de semana. Y llegó en poco tiempo de los poemas de su soledad a la feria de su temperamento: «Me estás constantemente avasallando/no cantes, no te rías, ponte seria/ y siempre terminamos tarifando». Hasta aquí llegó la riá…

Hay una foto de su regreso, blanco y negro de la época, en el teatro Cervantes. Gracia se arrima a la platea para darle algo a Bobby Deglané, que aparece acompañado por Rafael El Gallo, Rafael Belmonte, hermano de Juan y un apasionado flamencólogo, con un teatro a reventar. Volvía como si no hubiera sido sometida a una «damnatio memoriae», como si su luna llena de triunfos no sufriera un eclipse de nueve años. De ahí en adelante no dejó de subir escalones para llegar a la azotea de la copla. Donde en los tendederos de alambre colgaban combinaciones de seda de su cancionero: «Cariá la sanluqueña», «Maruja limón», «Claveles en mayo» y así hasta poner el tendedero como si fueran las jarcias marineras colmadas de banderitas de un vapor por la Virgen del Carmen. Cuentan que Rocío Jurado, aún por despuntar, le llevaba hasta su casa en Chipiona cartuchos de uvas de moscatel. Y Gracia le contaba y le cantaba para que una de las más grandes de todos los tiempos fuera aprendiendo de una maestra de maestras.

Un día, los calorros con la sangre más gitana de Utrera la invitaron a cenar en el restaurante de Enrique Montoya . Comieron sin terremotos, ni algarabías fuera de tiempo y cuando retiraron los fruteros y las natillas, los nudillos de bronce empezaron a acompasar sobre la mesa. Y se arrancó Fernanda . Y después Bernarda . Pero no lo hacía Gracia, que le tenía un respeto grande, casi religioso, al compás de la gitanería. Le insistieron y la de Lora, por fin, dejó volar la alondra de su garganta que no dejó de trinar hasta las diez del día siguiente. Uno que estuvo allí me cuenta que se lloró de emoción, ese estado del alma que solo lo alcanzan los que están en el secreto de los misterios flamencos. Gracia Montes, a la que le deben una medalla de Andalucía, vive hoy en Los Remedios, peleando con el tiempo, al que siempre conquista cantándole aquello de «tengo una cuna en mi casa/ que está esperando una flor».

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