El reloj de arena

Gabriel Miguélez Combarro: Los patinazos del cura

Este castellano viejo que tan joven llegó a Sevilla fue mucho más que el alma máter de un deporte desconocido

Un jovencísimo padre Miguélez, precursor del hockey sobre patines en Sevilla Archivo Luis Garvey

Félix Machuca

Manolo Manosalbas lo recuerda como un tipo excepcional; Luis Garvey , como una persona afable y con mucha mano izquierda, y Juan Sabaté , como un educador capaz de convertir los quince cafres del equipo en personas hechas y derechas. Los tres que rememoran al padre Miguélez, claretiano que introdujo en Sevilla el hockey sobre ruedas , fueron jugadores que salieron de la cantera del colegio heliopolitano.

Fue, sobre todo, un cura empeñado en convertir el deporte en la mejor correa de transmisión de valores personales, sociales y educativos. Una de sus frases más repetidas se le quedó grabada a Luis Garvey: « Primero formemos hombres y después, si quieren, que sean sabios o santos» . Los chavales le hicieron caso. Y los cafres que patinaban sobre ruedas aludidos por Sabaté salieron del colegio Claret excepcionalmente preparados para disputar, como personas, su lugar en la vida sin miedos a los patinazos.

El padre Miguélez llegó a ser un personaje en aquella Sevilla de los setenta y los ochenta . Cuando apareció por el colegio, aún en proyecto la ampliación moderna del mismo, nadie sabía lo que era un stick. El hockey era un deporte perfectamente desconocido, sin raíces ni memoria, un invento compartido entre catalanes y madrileños. Solo su capacidad de persuasión, su empatía y esfuerzo pudo sacar de la nada mil vocaciones deportivas, hasta convertir al Claret en un equipo de División de Honor , con jugadores como Corrales, Juan Sabaté, Curro Gómez , Tito Rivas, Gonzalo Fernández de Castro, Paco Martín, Javier Bores, José Manuel Román, Pablo Gastalver… y tantos otros, como los cuatro hermanos Cuesta León.

Mientras el padre Miguélez bicheaba entre tanta cantidad la calidad de algún destello de brillantez que auguraba un buen jugador. A Luis Garvey, que se quejaba de que en vez de un palo tenía una caña de pavero, le dijo que dejara de preocuparse por el stick: «Sigue con ese y si con ese aprendes a jugar verás cómo lo harás con uno bueno».

Manolo Manosalbas no tuvo problemas con los palos. Es más, recuerda la capacidad de iniciativa que tenía el padre Miguélez. En un covachita de un metro por tres, oscura y rupestre, montó un taller de reparaciones, donde guardaba el material deportivo que le enviaban desde otros clubes de hockey. Allí, con su mano derecha Antonio Román, reciclaban todo lo reciclable, desde patines con botas hasta cojinetes, para la liga colegial. Junto con su hermano patentaron unos stick duros pero flexibles que bautizaron con el nombre de Lezco.

Convirtió a todo el colegio en una fábrica de buenos jugadores que consiguió llevar a su equipo más emblemático a la División de Honor

No nacieron ricos. Pero el padre Miguélez sabía moverse entre los pasillos institucionales de la ciudad con una habilidad que ya la hubieran querido para si dos estrellas mundiales del hockey: Livramento o Martinazzo. Llamaba a cualquier puerta con presupuesto y se la abrían de par en par: Ayuntamiento, Diputación, firmas comerciales. Y llegó a organizar rifas en el propio colegio que, como un ejemplo de militancia, los colegiales pagaban la entrada para ver los partidos del Claret en Sevilla.

El cura viajaba con los chavales. Cataluña, Madrid, Galicia... Les daba misa muy temprano en una de las habitaciones del hotel y, para matar el tiempo de espera hasta el partido, no dudaba en ponerse a jugar al futbolín con los miembros del equipo. Más de uno se quedó con la boca abierta cuando vio al padre Miguélez manejar las muñecas, pasarse la bola de la defensa a la delantera y con el nueve colarla seco y fuerte tras haber encajado la pelota entre las botas del muñeco y el suelo del futbolín. Era un profesional.

Con la boca abierta dejó también a una pareja de la Guardia Civil , cuando el equipo no viajaba aún en avión, sino que lo hacía en dos coches privados. Habían participado en las 24 horas de Sardañola. Y por ser el equipo participante más lejano obsequiaron al Claret con una butifarra de 35 kilos y un pan payés de 20 . Entre los que iban en el coche, el material deportivo y los cincuenta y cinco kilos extras de manduca catalana que llevaban, las luces del coche bajaron su eje de proyección y deslumbraban en los cruces.

La Benemérita los paró y quiso requisarle el obsequio gastronómico. El cura no se amilanó. Y convenció a los picoletos de que aquella comida era para los bocadillos de los niños del colegio . De aquellos chavales que se ponían los libros de Anaya como espinilleras, que tenían orden inexcusable de no machacar con goleadas a los clubes de rango menor, que celebraban el tercer tiempo en los bares El Tajo, El Hijón y el Avelino les queda lo que Juan Sabaté resalta como lo más importante de un tiempo feliz y juvenil: nos hizo personas para no patinar en la vida. Sin duda, el trofeo más caro y hermoso que el padre Miguélez supo conquistar sobre los patines claretianos para la amplia vitrina de valores del colegio.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación