Dios en la ciudad
Los Estudiantes: Buena Muerte
«Cristo Crucificado queda colocado entre los discípulos de Ignacio de Loyola. Nadie piensa en procesiones. Es Dios ante los hijos de San Ignacio»
«Alcanza la excelencia y compártela». Ignacio de Loyola
«La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos». El poeta dictó la sentencia. Somos vida y no somos muerte. Nuestro Dios es un dios de vivos y manda a los muertos que entierren a sus muertos. Los vivos, a confesar que han vivido. Y a meditar ante la Muerte. Muertes habrá, pero Buena Muerte sólo una.
Año 1620. Está escrito el Libro del Buen Amor en papel. Alguien lo ha escrito en madera de cedro para la cofradía del Socorro. El libro de la Buena Muerte no tenía quien lo escribiera. Pero sí quien lo tallara. Tiene nombre del que anuncia a Cristo. Y lo acaba de firmar con un papel en el paladar «Ego feci Joannne de Mesa, anno 1620». Es la moneda que se daba a Caronte para atravesar la laguna Estigia. Es el papel que reivindica la vida frente a la muerte. Lo ha firmado un artista para que lo paladee un Cristo muerto. Por los siglos de los siglos.
Cristo Crucificado queda colocado entre los discípulos de Ignacio de Loyola. Nadie piensa en procesiones. Es Dios ante los hijos de San Ignacio. Colocado en el centro de todas las miradas. Tiene los ojos cerrados. Mira que te mira Dios, mira que te está mirando, mira que has de morir, mira que no sabes cuándo. Ojos cerrados pero para Dios no hay nada imposible. Y este nuevo Crucificado, en medio de los jesuitas que tienen por lema amar y servir, es la representación más serena de la muerte que hizo artista alguno. Los congregantes se reúnen ante la imagen y se disponen a ejercitar el Espíritu. Lo tienen fácil. Dios es la belleza. Y la Belleza es Dios. Dios es trino. Y un triángulo isósceles se dibuja sobre la cruz de los pecados. Muere sobre ella. Descansa. Duerme. Sueña.
Los jesuitas de aquella Sevilla barroca se sienten como la imagen de la Magdalena que besa los pies de la cruz. Leen las frases de San Ignacio de Loyola mientras sueñan con abrazar la ternura de la muerte que es la vida. Tiene los ojos cerrados, pero lo esencial es invisible a los ojos. Es proporción y es unción. Es la sangre que cae sobre un costado desnudo. Es la proporción estilizada del maestro para representar al Maestro. Es un cuerpo que duerme cobre un tronco, un sueño plácido sobre un instrumento de tortura, es la vida pregonada sobre la muerte. Es el Barroco. Y el Renacimiento. La mirada del ayer y del mañana. El Cristo que mira a los suelos y que eleva a los cielos los ojos de los hijos de San Ignacio. No son cofradía, pero un día, una procesión enlutada acompañará cada martes al Dios que ya está en el Paraíso. De la misma naturaleza que el Padre.
Cuatro siglos después,
«Conviene vivir pensando que se ha de morir; la muerte siempre es buena; parece mala a veces porque es malo a veces el que muere». (Francisco de Quevedo)
En todo amar y servir.
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