Reloj de arena

Eduardo Olaya Araiz: Los pinceles de la Baronesa

Su historia da para un libro o para una serie. Porque la vida de la Baronesa en el mundillo plástico de la época, es la de un maldito ahorcado por la necesidad de sus gastos y la brillantez de sus pinceles

Eduardo Olaya Arnaiz Andalucía Viva

Félix Machuca

Fue durante muchos años el copista del anticuario Andrés Moro , alias El Moro, el mismo que le buscó un disgusto policial por un bodegón fake vendido a la señora del Pardo. Y como copista falsario alcanzó las cotas más altas de su profesión. El hambre no te dejaba llegar a final de mes. Y el pluriempleo se llevaba como ciencia auxiliar de la supervivencia.

Corrían los años cincuenta y sesenta. España estaba desamortizando su patrimonio privado y religioso a los millonetis americanos, alemanes, ingleses y belgas. Y muchos pintores intentaban llegar al día 30 con algo de jurdó para los potajes y con el aerosol de un extra en los bolsillos para respirar como los asmáticos combatiendo sus crisis. Olaya fue de los mejores y de los más prolíficos. Hasta el punto de que hay anticuarios que no descartan la posibilidad de que una copia suya pase por obra maestra de Velázquez, Zurbarán o El Greco y esté colgada en algunas de las pinacotecas más serías y exigentes del mundo del arte. Entre la realidad y la leyenda urbana se cuenta en las trastiendas de los anticuarios más potentes de la ciudad que no es descartable que un Greco o un Zurbarán de Olaya pueda admirarse como auténtico en el Metropolitan Museum o en la Hispanic Society de Nueva York.

Eso dicen. Pero qué sabe nadie. También dijeron que, en el Prado, tras mediar Arias Navarro , se hospedó el bodegón velazqueño que le vendió a la señora de Meirás. Pero la primera pinacoteca española siempre negó tal circunstancia. La Baronesa, apodado así por su frecuente relación con la aristocracia local para la que trabajó y por su indisimulada inclinación sexual, que lo llevó a la cárcel por sus prácticas aberrantes con menores de edad, sí que se pasó las horas y las horas pintando como copista a los clásicos en el Prado. Dicen que allí aprendió a pintar como los grandes. Y como los grandes puso sus pinceles y sus paletas al servicio del mejor pagador.

Vivía al día, gastaba al segundo y disfrutaba de sus mejores ventas organizando fiestas donde Keith Richard o Jim Morrison se hubieran sentido en absoluto incómodos. O disgustados porque no encontraran lo que más satisficiera a sus sentidos. De traca fue la fiesta que organizó en el hotel Ritz tras una buena venta. Y de traca, igualmente, fue la situación que vivió con El Moro en una casa del Museo, donde fueron a cobrarle a una alta dama una obra que no quiso pagar. Fue allí donde el anticuario, tras su intento frustrado de cobro, se puso a pedir limosnas por la calle como si fuera un pedigüeño, riéndose de su suerte…

El inspector de la policía José Arias Galán lo trató con frecuencia por razones propias de su cargo. Él si cayó en que aquel copista y pintor era un tipo fuera de lo común. Conocía perfectamente a la Baronesa, sabía de sus deplorables inclinaciones sexuales y estaba al corriente que en aquel mundo de fenicios mercaderes de obras de arte, falsas o auténticas, el más expuesto y el menos protegido era Olaya Araiz .

El inspector Arias Galán era experto en arte y fue el primer hombre que fotografió el tesoro del Carambolo tras su descubrimiento y quien desaconsejó, por razones de protección y conservación, que el patrimonio conseguido en la Itálica de Trajano , fuera devuelto por una marquesa que lo salvó de la incuria en su casa. Arias descubrió la talla plástica de aquel maldito ciudadano e impenitente fumador, cuando visitó su estudio en la calle San Juan de Dios . Quedó asombrado por la dimensión plástica de lo que allí había. Cuadros que parecían haber volado del Louvre, de la National Gallery o del Frans Hals Museum de Haarlem, al norte de Holanda. Así lo recuerda su hijo Juan Carlos Arias , detective privado, que recopiló una suculenta información directa sobre el artista con el propósito de escribir un libro. No lo hizo. Al parecer, asegura Juan Carlos Arias , recibió puntuales advertencias para que se olvidara de un tema con tonos de pintura tan tenebrista...

Olaya tenía pinta de galán de la Paramount, vestía acorde con su gusto y era imposible verlo sin un cigarro en la mano. No solo pintaba y restauraba; también formaba parte del entramado de los tratos con los marchantes locales y extranjeros. Por eso, una vez, en Antequera, con un comercial ruso afincado en Málaga que adquirió una de sus copias, se fueron a celebrarlo a una de aquellas ventas del camino. Con tan mala fortuna que el chofer del ruso era un gitano marcado por la madera. Al gitano no le gustó cómo lo miraron los policías y, cuando pudo, cogió el coche y los dejó tirados. Olaya nos dejó en 1974, cuando ni el optalidón ni el coñac que acostumbraba a beber para tranquilizar su pulso, pudo con aquel ataque de tos saliendo un pecho picado y murió pintando con un cigarrillo en la boca. Como una baronesa incorregible…

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