DIARIO DE COVID-19 / DÍA 6

Diario de Covid-19: «¿Cómo estáis?»

El virus nos ablanda. ¡Falta nos hacía! Y descubrimos con una nueva mirada a esa pobre gente a la que la imperativa recomendación de permanecer en su hogar les suena a sarcasmo infinito

Indigentes en la plaza de la Concordia de Sevilla pasando el rato EP

Javier Rubio

A medida que las noticias alrededor se van haciendo cada vez más tenebrosas y la separación física se va imponiendo a nuestro alrededor, se robustece la corriente subterránea de empatía que salta por encima de la distancia. Detecto que es compartido y que esta adversidad común empieza a anudarnos como la urdimbre de un tejido: más fuerte cuanto más aprieta la lanzadera en el telar.

Hasta hace una semana, me permitía escribir correos electrónicos sin el menor atisbo de sentimiento hacia la persona a quien se los enviaba. Bastaba explicar el asunto y alguna fórmula de cortesía aprendida para darlo por bueno. Luego, toda esa forma de relación -en el ámbito profesional, incluso- empezó a sonarme demasiado hueca y comencé a incluir algún tipo de guiño personal, algo que no comprometiera mucho pero que denotara que había alguien al otro lado del mensaje. «Hola, ¿qué tal?» estaba bien para entrar en materia. Y, por supuesto, con la gente con que se trataba a diario, nada de formulismos: bastaba con ir al grano y exponer la situación. No había tiempo que perder.

Pronto, esa galantería se reveló también insuficiente por vacía. No sabría decir cuando ocurrió, supongo que durante el fin de semana del confinamiento, pero enseguida pasamos todos a interesarnos de una manera más viva por nuestro interlocutor. Y el «hola, ¿cómo va todo?» se nos hizo distante y frío como una escalera de mármol cuando necesitamos barandas de madera, cálida y acogedora. Pasamos a preguntarnos con sincero interés los unos por los otros: «¿Cómo estás?» al comienzo del mensaje. Y, contrariamente a lo que hubiera pasado de tropezar con tal interrogante apenas una semana antes, a nadie le pareció que invadiera intimidad alguna sino que, muy al contrario, respondíamos gustosamente haciendo un repaso somero de la situación.

Hasta que esa manera de hablar también nos resultó gastada, como si las palabras de afecto sincero entre nosotros nacieran libres y desprejudiciadas pero le fuéramos colocando un corsé que les impidiera crecer. Del «¿cómo estás?» hemos pasado en muy breve plazo, conforme el ambiente se hace más hostil y crecen los números de contagiados y fallecidos, al «¿cómo estáis?» que quiere incluir no sólo a la persona con quien hablamos sino a su familia, su entorno más próximo, su círculo íntimo. Las conversaciones se han poblado de emociones y de deseos compartidos sin asomo de pudor en una manera catártica de relacionarnos buscando el apoyo de los demás.

Por primera vez en mucho tiempo somos conscientes de que dependemos unos de otros y eso nos hermana de forma hermosa. Rafael me escribió de mañana para contarme la historia que le había sucedido: «En el Centro de Córdoba acaba de pararme una sintecho impedía que duerme en un soportal. Me ha pedido que le compre algo de comida y he ido a una tienda cercana y le he llevado una tortilla, pan, jamón y yogures. Dice que al Policía le recrimina a diario que siga en la calle, pero que no tiene a donde ir«. De repente, nuestros indigentes se han hecho visibles . Han estado ahí todo el tiempo, pero no los veíamos. No porque se escondieran, sino porque teníamos velados los ojos, como con escamas, y se nos han caído.

No los veíamos porque entre ellos y nosotros se interponían muchas seguridades . Pero de sopetón, esas garantías (hogar, salud, dinero, familia, propiedades) en las que nos parapetábamos se han venido abajo y cualquiera pueda caer contagiado y depender su vida de un hilo. Es ese trance de la enfermedad el que nos hace a nosotros también indigentes y nos convierte en vulnerables.

Candela me contó un sucedido en Triana al que todavía le doy vueltas en la cabeza. Alguien que, el fin de semana pasado, todavía no sabía qué estaba pasando. Un sintecho rumano que no lee los periódicos ni escucha la radio ni ve la televisión que no entendía por qué la señora que le estaba dando un eurito como hacía a menudo no se lo daba en la mano como tantas veces sino que se lo dejaba en un poyete. Esa historia, contada en el caldero donde se cuecen las noticias que es la redacción de un periódico en plena ebullición parece increíble . Pero, ¿cuántos como ese indigente desinformardo hay en nuestras calles?

En Madrid, ha tenido que llegar la Unidad Militar de Emergencias para acondicionar un pabellón entero de Ifema donde puedan dormir, comer y asearse el ejército de mendigos de la capital. Por decirlo en términos militares, una unidad del tamaño de una brigada, por lo menos: cuatro mil personas. No hay que irse muy lejos. En la calle Torneo, el mismo gorrilla de todos los días hace guardia junto a los huecos de estacionamiento sin que llegue ningún vehículo a ocupar la plaza y soltarle una propina. Para él, la palabra confinamiento no tiene ningún valor: no tendrá donde ir.

El virus nos ablanda. ¡Falta nos hacía! Y descubrimos con una nueva mirada a esa pobre gente a la que la imperativa recomendación de permanecer en su hogar les suena a sarcasmo infinito. De repente, hemos descubierto el horror de esas residencias de ancianos que el coronavirus está diezmando a un ritmo insostenible para cualquier sociedad en la que quede un mínimo rastro de humanidad.

El contraste entre lo que dicen los políticos en las Cortes o en las ruedas de prensa y lo que pasa alrededor es insultante. Se permiten discursos de retórica churchilliana cuando de lo que estamos hablando es de enfermeras a las que les dan una sola mascarilla ... para usarla varios días seguidos porque no hay «ni una por día». Me lo contaba Inés, despertando a pesar de su juventud al mundo de las mezquindades adultas. «Es una enfermera de Medicina Interna, donde están los pacientes con más comorbilidades... los más susceptibles...», relata incrédula.

El hijo de Isabel, enfermero en Vall de Hebron, le ha comentado a su madre que no podemos hacernos idea de lo que están pasando en los hospitales, sin medios , con turnos agotadores y permanentemente expuestos a contraer la enfermedad, como si en vez de a Barcelona, el joven hubiera remontado el río que lo lleva al corazón de las tinieblas conradiano donde todo el horror es posible.

Si eso sucede en el centro hospitalario que es la joya de la corona sanitaria de Cataluña, qué no estará sucediendo aquí y allá, con personal cada día más temeroso de contraer la enfermedad Covid-19 que tan mal pronóstico presenta. Carlos me cuenta la historia de Lola, su mujer, a la que le ha tocado entrar en la habitación de un abuelo con fiebre acompañando a la doctora del centro de salud del pueblo. Como no tenían mascarillas, improvisaron unas defensas con portafolios y gomillas y con unas bolsas de basura se protegieron las batas del uniforme, como han denunciado que hicieron también de un hospital en Soria .

La historia, dura, tiene su reverso todavía más acre: «Anoche, cenando, el hijo mayor [de nueve años] quería hacerle a su madre una mascarilla con plásticos y gomillas para defenderla. Nos reímos de él, le dijimos que dejase de inventar... y dice la madre: 'Hoy se me ha caído el alma a los pies cuando he visto a la doctora preparando la mascarilla como decía mi hijo '«. El escudo protector del Estado del que habla nuestro presidente está dejando a mucha gente a la intemperie.

En esas estamos. Hoy más que nunca, a todos los que leéis estas páginas del diario de Covid-19, recordad el consejo: «Tengan cuidado ahí fuera» .

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