Décimo noveno día de encierro en Sevilla: vamos a quemar un poco de incienso

Muchos sevillanos han comenzado ya el ritual de Semana Santa. En algunas casas incluso se han planchado las túnicas y se ha comenzado a quemar incienso en los salones

El barrio del Tardón, totalmente confinado este jueves Juan José Úbeda

R.S.

El confinamiento comienza a convertirse en una costumbre más o menos aceptable en muchas casas . Muchos sevillanos han pasado ya el umbral psicológico del cautiverio y han comenzado a hacer una vida lo más parecida posible a la que hacían en la calle, pero en sus salones. Algunas familias incluso han planchado las túnicas , han hecho torrijas y han empezado a quemar incienso para entrar en ambiente. Porque las calles, con esta lluvia que anda en combate con el sol, están más desiertas que nunca. Así han visto el día varios redactores de ABC.

Laura Liñán. Hay un mujer en el cuarto piso de mi edificio que se llama Celia. Nunca la he visto, hace menos de un mes que me mudé, pero la reconozco por la voz. De vez en cuando, cada ciertos días, se da un paseo por el bloque y llama al timbre de las personas mayores. Aquí hay bastantes vecinos de avanzada edad y que encima viven solos. Pared con pared, pero solos. Celia tiene una voz clara y aguda, por lo que es muy sencillo entender la conversación: «Hola soy Celia, ¿cómo está?», «voy a salir, ¿necesita algo?», «me paso para saber si está bien», «¿necesita que le baje la basura?». A ellos no es tan fácil escucharles, pero el desarrollo de la conversación refleja su enorme agradecimiento.

Detrás de las 19 viviendas de este bloque, ahora refugios, hay muchas personas solas que imagino que esperan a Celia llamando a su timbre como agua de mayo. Es el único contacto que tienen con el exterior. De hecho, en alguna ocasión le he escuchado decir: «no se preocupe, que no me acerco». Las medidas de confinamiento son tan duras que ni sus propios hijos o nietos pueden visitarles, y seguramente por vergüenza, o «por no molestar», no tocan la puerta de sus vecinos. Y ya van veinte días, que se dice pronto y se pasa lentísimo. Yo hace mucho tiempo que perdí a mis abuelos, pero saber que hay tantas personas solas y mayores acongoja y escuece.

Día tras día estoy descubriendo lo que se puede llegar a saber sin cruzar el umbral de la puerta, y sin ni siquiera asomarme a la mirilla, mientra me quedo en casa. Por ello, de esta forma también aplaudo a personas como Celia, que se preocupan por mantener calientes las vidas de sus vecinos mayores cuando el frío de la soledad aprieta.

Alberto García Reyes. A los niños les he dicho esta mañana que preparen el incienso para cuando vuelva de trabajar. Necesito oler a Semana Santa. El confinamiento me ha robado el olor a primavera, que pude retener gracias al calor de febrero y al adelanto de los naranjos, pero del que ya no he vuelto a saber nada más desde hace 19 días. Entonces, las naranjas amargas convivían con el azahar en una estampa que me tenía prendado y con una duda que no he logrado resolver: ¿qué caerá antes al suelo? Las alfombras blancas de las aceras y los alcorques nevados de pétalos son una imagen que funciona en mí como un calendario. Y este año tenía la ilusión de hacer alguna foto con las naranjas rodando sobre su propia flor. No ha podido ser. Pero he colgado el antifaz a la vista en mi armario y todas las mañanas lo acaricio. Y dentro de un rato, cuando llegue a casa y vuelva a pasar por carreteras vacías en mi viaje diario por el fin del mundo, mi casa olerá a incienso y mis hijos me pedirán, debajo de la mesilla, que los llame para su primera levantá.

Alejandra Navarro. Después de 19 días de confinamiento, parece que los vecinos de mis bloques tienen pensado celebrar una fiesta de cumpleaños, porque al salir esta mañana me he encontrado con varios balcones adornados con globos y cartelas de felicitación. Un pequeñín, o pequeñina, cumple 2 añitos y en la tarde de este jueves deben estar celebrándolo, de ventana a ventana, y de terraza a terraza. Lo reconozco, no sé quién cumple años y, salvo a dos o tres matrimonios, no tengo el placer de conocer personalmente a las personas que viven al otro lado de la pared de mi piso. Ni siquiera me pilla en casa la hora de los aplausos, así que imagino que pensarán que soy un bicho raro e insolidario. La vida es así: te pilla donde te encuentra, y a mí me localiza siempre en la Cartuja. Por cierto, mi vecina perdió un gato. Quizás se escapó en busca del coronavirus, o ha decidido celebrar su propia fiesta de la libertad.

Charo García. Con un marido agricultor en plena campaña de recogida de naranjas y siendo una periodista, o sea, profesiones "esenciales" en el período de confinamiento por el coronavirus, los horarios y hábitos diarios no han cambiado mucho en mi hogar. Las niñas, esas que tenían un horario repleto de horas de entrenamiento de patinaje, de clases de inglés y reuniones con compañeros de curso para realizar trabajos, sí que se han visto obligadas a frenar sus vidas, a estudiar en casa y a tener tiempo para todo, menos para salir.

Lo que en principio se vislumbraba como tragedia, la verdad es que ha derivado en una convivencia pacífica, relajada, agradable y bastante acogedora. Las charlas durante la comida giran en torno a múltiples temas que hace un mes no se me hubiera ocurrido que podían ser interesantes para unas adolescentes. El grado de complicidad y apego con los padres ha ido "in crescendo". Incluso el cariño fraternal ha aflorado entre las hermanas.

Así que visto lo visto, el parón obligado al que nos ha sometido este virus, al menos en mi caso, ha traído algo de paz a mi hogar. O por lo menos es a lo que me aferro dentro de este caos mundial.

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