Crisis del coronavirus en Sevilla
Vigésimo sexto día de encierro: el jueves que no relució más que el sol
Los cielos plomizos simplemente han anunciado el estado de ánimo colectivo ante una jornada que estaba llamada a ser grandiosa en Sevilla
Recuerda el siempre rico refranero español que hay «tres jueves al año que relucen más que el sol»; y el de ayer es uno de esa terna de escogidos por la sabiduría popular y la historia. Pero definitivamente este Jueves Santo no relució más que el sol, ni mucho menos. El vigésimo sexto día de confinamiento obligado por el decreto de alarma que se ha impuesto a causa de la pandemia de coronavirus Covid-19 resultó ser un día áspero, nublado, gris, incluso con un leve chubasco y una elevadísima dosis de nostalgia en Sevilla, que rezó a sus imágenes desde sus casas sabiendo que no iban a estar en la calle y no porque, como en otras ocasiones, la climatología lo impidiera sino por el azote de la crisis sanitaria y la trágica «curva» de víctimas de la enfermedad. La oración fue precisamente para eso, para que la incidencia del virus decrezca cuanto antes, asumida ya la pesadumbre de estas jornadas de primavera antinatura, y para que los dos jueves del año que quedan por relucir sí puedan hacerlo.
Silvia Tubio . A sus 83 años, se le está haciendo el confinamiento muy cuesta arriba. Si cayera sobre sus hombros el madero del gitano a quien reza todas las noches, muy probablemente subiría los peldaños de su escalera tan lentamente como anda Nuestro Padre de la Salud en las madrugadas que saben a canela y clavo. El temido coronavirus le ha arrebatado a Paco, ilustre vecino de la Alameda, su paseo matutino, su charla con el tendero, el guiño cómplice con la farmacéutica. Pequeños ratos que para este octogenario constituyen la sal de su vida diaria. Pero está resuelto, con ayuda de su familia, a ceder parte de un tiempo que vale oro, a cambio de sobrevivir a esta pandemia que se está llevando a tantos y tantos de su generación. Refugiado en su casa, abre de vez en cuando el armario de su habitación y roza con los dedos el terciopelo del antifaz morado. En ese hogar, antes bullicioso, las túnicas colgadas de las barras de las cortinas apenas dejaban entrar la luz a las habitaciones durante la Semana Santa.
Su primogénito se hizo de la Esperanza de Triana -«¿de dónde le habrá salido esa devoción al niño?», se pregunta hace décadas-. «Su mayor», con el cabello ya plateado, sonríe recordando cómo le espera todos los Viernes Santo aparecer por Trajano tras concluir la estación de penitencia. «Mira, ahí viene el único nazareno de Triana que se ve por aquí». Hace horas que los vecinos se han despojado ya de las túnicas de ruán. Con los años, entregó a la Madrugada sevillana a otros dos hijos, que sí decidieron continuar con la tradición que él mismo había iniciado dándose de alta en la nómina de Los Gitanos. Y además de papeletas de sitio, el orgullo de ser de los más veteranos entre los hermanos del Gran Poder a pesar de que nunca lo acompañó a la Catedral. «No podía perderme a mi Manué por las calles de Sevilla». El coronavirus ha conseguido lo que sólo la lluvia había permitido hasta la fecha: que no pueda acudir esta mañana a su cita en la cuesta del Rosario. Qué rabia padre.
Ramón Román . Solidaridad. La Semana Santa es especial para todo el mundo. Ya sea por el carácter religioso de la misma, por lo que significa para Sevilla (cultural y económicamente) o por el mero hecho de que siempre haya sido sinónimo de tener vacaciones (para la inmensa mayoría), pero la realidad es que son días significativos. Por eso es normal que la gente esté más impaciente, que todavía tenga más incertidumbre y ganas por saber cuándo va a acabar este confinamiento. Eso sí, todo esto dicho con anterioridad no da derecho a saltarse las normas, nadie tiene excusa para no cumplir con el estado de alarma. Y, desgraciadamente, uno va viendo cosas que no le gustan. Por supuesto que casi todos siguen a rajatabla las indicaciones, algo que es digno de elogio porque hay situaciones con mayores y pequeños que no son nada fáciles de llevar. Pero también hay que ser realistas y «denunciar» a los que, con sus imprudencias, pueden perjudicar a los demás. Porque sí, a todos nos gustaría poder salir hoy a la calle, ver cofradías, tomar esa cerveza en nuestro bar preferido y charlar con los amigos con una copa en la mano. Claro que hay ganas de irse a la playa o el campo, de pasear y hacer deporte. Por supuesto que echamos de menos esos abrazos y besos con nuestros seres queridos. Pero toca esperar. Por nosotros y por todos. Porque es verdad que la situación es dura y que estar recluido en casa se nos empieza a hacer cuesta arriba, pero hay situaciones mucho peores. Afortunadamente, a pesar de las cifras que todos vemos a diario, la inmensa mayoría sólo estamos pasando por un confinamiento, pero hay gente que está sufriendo por cosas mucho más duras. Sé de gente cercana que lleva padeciendo esta enfermedad desde el primer día. Gente que tiene a varios familiares luchando contra este maldito bicho. Por eso me indigna cuando, tras colgar el teléfono para interesarme por estos conocidos, veo imágenes de personas yéndose a sus segundas residencias o, por qué no decirlo, saltándose las normas para poner un ramo de flores delante de la iglesia de su hermandad, por mucho que signifique eso para uno. Salgo casi a diario de mi casa para trabajar e, igual que he destacado cuando no me he cruzado con casi nadie por la calle, ahora tengo que reconocer que veo bastante más movimiento, que me cruzo con más coches y personas. La situación cansa, claro que sí, pero ya no es que tengamos que cumplir con unas normas que nos han impuesto y que, además, se van a alargar todavía más en el tiempo, sino que debemos pensar en el de al lado, en ese que ni siquiera está teniendo tiempo para aburrirse en casa porque lucha, de una forma u otra, contra este coronavirus. Sigamos siendo estrictos, sigamos siendo solidarios. Es lo mejor para todos.
Mercedes Utrera. «Yo no echo de menos salir a la calle, a mí eso no me pone triste y ya se me ha ido la ilusión de que algún día llegue ese momento. Me pone triste la enfermedad. Más que nada porque no recuerdo lo que era salir, y enferma me siento todos los días durante años», me decía ayer Ana, una de mis vecinas de 73 años de edad, que no puede salir a la calle desde hace 20 años al carecer su bloque de ascensor y por encontrarse en una situación total de dependencia. Y me he acordado hoy al salir de casa bien temprano, después de unos días de total confinamiento, para ir al trabajo mientras realizaba el recorrido que va de Nervión a La Cartuja, sin encontrarme a nadie absolutamente. Hoy está la ciudad más vacía y callada que nunca.
Me parece un día más, hasta que escucho el audio que mi sobrino, de tres años, me ha enviado al teléfono en el que, con su vocecita, me dice: «Tata, ¿cuándo vamos a ir a ver al Señor en la calle? Hoy sale toda la noche». Y, de repente, me doy cuenta de que se me ha olvidado que es Jueves Santo. Y se me ha olvidado porque ya se me había ido la ilusión de vivir este día con él. Y recorro en mi cabeza las tres semanas santas que hemos compartido juntos, mientras le prometo que ya queda menos para ver al Señor en la calle, pero que todavía no. Hoy se lo contaré a mi vecina Ana, a gritos de balcón a balcón, después del aplauso de las 20 horas, y antes de que se despida de todos los que salimos con la misma frase que nos repite todos los días: «Ya que nos hemos conocido, a ver si cuando podáis salir a la calle venís a verme».
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