Crisis del coronavirus en Sevilla
Día 47 de encierro en Sevilla: un puente que esta vez no hace falta tomar
Sevilla afronta un inicio de mayo, festivo incluido, que estaba llamado a ser momento álgido del año y que ahora «sólo» depara la gran novedad de salir a pasear o a correr
La canción de Joaquín Sabina suena en las cabezas de muchos cuando se va agotando el día 30. ¿Quién me ha robado el mes de abril? Porque en Sevilla, literalmente, la pandemia de coronavirus Covid-19 ha robado su tiempo fetiche, un abril que se marcha camino de un puente del primero de mayo que esta vez no hace ni falta tomar porque apenas nada permite más allá de sentarse en casa a lamentarse por las víctimas del maldito virus, imaginar qué hubiera sido de estos días bajo un cielo de farolillos, camino de la costa o donde viniera en gana y, eso sí, esperar que el mes que arranca sea el último que todos tengamos que vivir en circunstancias como éstas. El alivio de las medidas de confinamiento va llegando, como la opción de salir a pasear o incluso a correr desde este sábado, pero más que la lentitud, exaspera el tiempo perdido, que en estas latitudes y en este momento del año es oro molido.
María Jesús Pereira : Hoy es víspera del 1 de Mayo, pero no me hace mucha ilusión. En esta primavera ni los viernes son como los de antes ni los días 1 de Mayo nos permiten hacer planes fuera de casa. Con esa premisa, hoy he vuelto a montarme en esa bici estática que durante años estuvo arrumbada en la biblioteca y que nadie quería ni regalada porque quien más y quien menos va al gimnasio. Hoy me siento afortunada de tenerla y poder hacer al menos 20 kilómetros mientras escucho música y leo la Prensa a las 8.30 horas de la mañana, antes de ir a trabajar. Bueno, lo de ir a trabajar es también una manera de hablar, aunque a los periodistas el Gobierno nos ha considerado trabajadores esenciales y acudo cada día a ABC, eso sí, tecleando mis textos a una distancia prudencial de mis compañeros y usando los guantes de nitrilo que actúan como una sauna sobre mis manos. Eso sin contar con que de vez en cuento embadurno los guantes con gel hidroalcohólico, con lo que el mejunje está asegurado y los dedos se me quedan pegados al teclado. A este paso se me van a despellejar las manos. A mediodía salgo corriendo al supermercado con mi mascarilla puesta y me topo con una retención en la SE-30 en dirección a Huelva. ¿Salida a la playas? En el súper hago mi compra y la de mi madre, que este sábado cumple 79 años y para la que estoy buscando al menos un sitio donde pueda comprarle un ramo de flores. Desde el 14 de marzo soy su suministradora de víveres y tiro su basura al contenedor para que el maldito virus no la encuentre en la calle. Le hago entrega del pedido del supermercado dejándolo abandonado en su puerta mientras ella la abre asustada. Dios mío, vamos a acabar todos locos. Después de almorzar, de vuelta al trabajo me acuerdo de que no llevo el comprobante de la empresa para entregarlo si me para la Guardia Civil o la Policía Local conduciendo en pleno confinamiento. Comienzo a transpirar. A ver cómo le explico yo a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado que no me voy a la playa, sino al curro. Feliz 1 de Mayo.
Rocío Vázquez : El último de abril es otro de los días del confinamiento en el que resulta más fácil escribir de sensaciones que de acciones. Al menos las propias. Para muchos, las únicas que realizamos se localizan en el salón de casa, con más o mayor amplitud, ya sea abierto y luminoso o frío y asfixiante. Quince o veinte metros cuadrados desde el que observamos la vida transcurrir en tiempos de pandemia. Con la vista, los que disfruten de mejores perspectivas, el oído -qué estafa lo de los pisos de lujo- y el olfato -menos gasolina, más aceite crepitando (válgame la sinestesia)-. Curioso destino el que nos ha obligado a parar cuando más veloces íbamos hacia ninguna parte. No voy a mentir, con riesgo a parecer huraña y pesimista. Siento miedo por esa nueva realidad a la que estamos llamados a encaminarnos a partir de mayo y que, de facto, vuelva a ser la de febrero oculta con mascarillas y tocadas por guantes. Temor a presenciar el estrés de las 7 de la mañana en las calles, a que se recupere la vieja costumbre de meter codo en la caja del supermercado o de que los conductores repitan sus malas praxis al volante. Me revuelve pensar que ansiamos disfrutar de la libertad ganada por fases como en un videojuego para hacer exactamente lo mismo que hace tres meses. Justo cuando se atisba el final, o la fase 0, más cómoda me encuentro en mi salón. Más gozo con el despertador natural de los pájaros, las vías medio vacías, la certeza de lo inútil de la compra compulsiva, de las apariencias y las prisas. Cuanto más cerca siento el 11 de mayo, mejor corroboro que lo único que he necesitado en estos dos meses ha sido el parte diario vía videollamada o whatsapp: «Todos estamos bien». Nada más. Y nada menos.
Eduardo Barba : Es un hecho, nos quedamos sin abril. El mes más sevillano de todos se mantuvo guardado en un cajón, que hemos limpiado por fuera con mucha lejía y hoy le hemos echado el candado definitivamente. Estos 30 días no van a volver, pero junto a los lamentos por los muertos, enfermos y contagios, por los días en blanco, por la Semana Santa o la Feria que jamás existieron, pro los empleos que se difuminan y los bolsillos que se quejan, también nos dejan estas semanas muchas enseñanzas y un buen puñado de lecciones de solidaridad, que hemos visto casi en cada esquina y con las que hoy prefiero quedarme. Si de todo hay que extraer una enseñanza, también de este túnel oscuro. Gente a la que no le llega para productos de primera necesidad y a la que un familiar o un vecino ha ayudado; los jóvenes haciendo la compra de personas mayores o incapacitadas que no podían salir; los encargos para el supermercado o la farmacia compartidos; las nuevas y más naturales relaciones con los vecinos; los homenajes a sanitarios o a personal esencial desde los balcones; los maestros dejándose la piel por métodos telemáticos para seguir dando clases a sus alumnos; los niños resistiendo en casa para hacerse mayores más rápido de lo que pensaban; los abuelos que no pisan la calle desde que arrancó marzo; las miradas cómplices por encima de las mascarillas; la luz más pura de las tardes sin polución; los policías animando el barrio con música; la vida sin prisa que se ha ido abriendo paso; los ratos juntos de padres e hijos que hasta hace poco parecían utópicos por la tiranía de los horarios; la solidaridad de verdad y no de boquilla; los besos y abrazos virtuales para acortar distancias; y, muy especialmente, la realidad impuesta que nos ha permitido terminar de valorar de verdad lo importante que son esos pequeños detalles de cada día que antes apreciábamos menos. Quizás el virus nos haya hecho un poco más humanos, y no sólo por hacer aflorar nuestras debilidades en lo que a contagios se refiere sino por devolvernos un punto de naturalidad que permanecía tan escondido como el mes de abril en ese cajón donde se ha quedado.
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