Crisis del coronavirus

Séptimo día de encierro en Sevilla: empieza la cuesta arriba, es la hora de la mente

Se cumple una semana de confinamiento y se anuncian otras dos añadidas a la que aún quedaba por delante. La psicología empieza a ser decisiva

Patos junto al puente de Triana durante este fin de semana Juan Flores

R. S.

La jornada de domingo ha hecho coincidir la semana justa de confinamiento por la pandemia de coronavirus Covid-19 con las noticias desde el Gobierno central de que éste se va a prorrogar quince días más de lo anunciado inicialmente para alargarse hasta el 11 de abril como poco. La simbología que tiene el hecho de que se llegue a la Semana Santa en pleno encierro y la extensión de las medidas suponen una importante barrera mental que para muchos será un verdadero muro en Sevilla. Es la hora de la psicología, de la mente, el momento de que la cabeza empiece a funcionar como debe en situaciones tan excepcionales para no dejarse vencer ni por el miedo ni por la angustia ni por las dificultades de haber visto recortada la movilidad de manera tan drástica. Nos han robado la primavera, pero podemos ganarnos el resto del año manteniendo el nivel de civismo que ya está brillando a gran altura.

Eduardo Barba . La semana completa de medidas excepcionales marca un hito mental que debe verse como un éxito: puede pesar una semana, sí, pero ya es una menos del cómputo que tendremos que sumar. Verdaderamente, tener que ir y venir de casa al trabajo en la redacción y viceversa termina siendo una ventaja en cierto sentido, ya que permite aplicar una rutina conocida, familiar, a jornadas que podrían acumularse de manera más lesiva encerrado entre cuatro paredes. El camino entre ambos puntos, los únicos que existen estos días, sí permite contemplar la situación «ahí fuera». Hoy, por vez primera, la ronda SE-30, desde donde vivo y hasta la Cartuja, ha sido exclusivamente para mí. Literalmente. Ni un solo vehículo, ni uno solo, en el horizonte que deja ver el parabrisas durante los escasos quince minutos de trayecto. Lo que todos soñamos en alguna ocasión, una circunvalación para uso personal y sin atisbo de atasco, se ha tornado este domingo, sin embargo, en una tristísima realidad. Paradojas del destino. Ni siquiera el control policial que ayer estaba en la glorieta Olímpica me esperaba hoy. Ni los semáforos han querido ponerse en rojo para que pisase el pedal del freno. Ni una gota de agua de lluvia sobre el cristal. Ni el sonido de una ambulancia. Ni el vuelo de un pájaro. La nada, aquel terrible enemigo de «La historia interminable», me ha tenido hoy delante por primera vez. Pero sé que esta historia sí terminará.

Ramón Román . Paciencia. Es lo que nos queda, tener mucha tranquilidad, ser fuertes mentalmente. Y es que este domingo quedará para la historia como el día en el que se confirmó una ampliación del estado de alarma en España. Otros quince días más que, aunque fueran más que previsibles, no dejan de ser incómodos y, en muchos casos, angustiosos. Afortunadamente, esa segunda fase no me ha llegado a mí. Por mi trabajo tengo que salir de casa a diario, lo que me permite «respirar», «airearme». Pero no es el caso de casi ninguno de mis allegados, quienes están cumpliendo a rajatabla el confinamiento, lo cual es digno de elogio porque cada uno tiene su situación especial. Convivir con mayores o pequeños a los que no se quiere poner en riesgo es una preocupación que merece ser reconocida. Porque todo el mundo echa de menos a sus familiares y amigos y, aunque ahora las herramientas tecnológicas nos permitan estar casi en «contacto», la realidad es que todos queremos dar ese abrazo, chocar esa mano, dar ese beso y disfrutar de esa Cruzcampo con nuestros seres queridos. Pero hay que ser realistas y saber que esto va a alargarse, que incluso puede ir más allá del mes, por lo que hay que seguir dándole una vuelta a cómo hacer las cosas. Toca disfrutar de momentos que antes nos podían hasta «molestar». Ahora hay que verle el lado bueno al poder hacer una videollamada a cuatro como la que he podido hacer hoy con mi madre, mi hermano y Manuel. Y mira que yo odio el dichoso telefonito. Y también hay que buscarse pequeñas motivaciones. La mía tiene seis años recién cumplidos (ya celebraremos el cumpleaños en condiciones), se llama Lola y mi jornada de trabajo no termina hasta que paso por debajo de su terraza de vuelta a casa para saludarle. Con suerte, incluso, me llevo algún dibujo de regalo, como me ha pasado hoy. Es lo que me alegra el día después de estar, desgraciadamente, horas y horas escribiendo sobre algo tan triste como esta crisis del coronavirus. Ya queda menos.

Laura Liñán . Vivo en Triana y justo debajo de casa tengo un bar. Anoche al bajar la persiana caí en que era insólito el silencio que reinaba en la calle siendo sábado. Daba vértigo. Esta mañana ha sido distinta, me ha despertado el jaleo de los niños del primero. Los pobres pasan mucho tiempo en un balcón, que no puede llamarse terraza, cuya barandilla han llenado de globos de colores para hacer frente al coronavirus. Me gusta mucho su filosofía. Un poco antes de las once de la mañana llegó el aviso de que Pedro Sánchez alargaba el confinamiento quince días más. Era de esperar. En este punto ya no tenía escapatoria: debía ponerme a hacer ejercicio. Así que he vencido al mi sentido del ridículo, a pesar de que vivo sola, y he seguido las indicaciones de una atlética monitora a través de la pantalla de mi móvil. Poco tiempo después, las campanas de la parroquia de al lado (el Ángelus) me han indicado que son las doce. Me he acostumbrado a ello. Eso y el aplauso de las ocho es lo único que alguien confinado, de verdad, recibe del exterior. La tarde ha estado bastante animada en mi edificio, y es que a pesar de la batalla que dan los medios de comunicación a todas horas con «quédate en casa», hay quienes no se enteran o no se quieren enterar. Un grupo de septuagenarios ha pasado más de una hora de cháchara en la escalera. Y luego una buscando excusas para subir a la azotea… Como entre semana el teletrabajo ocupa gran parte de mi día con las redes sociales del periódico, estamos publicando a un ritmo altísimo, preparo mis comidas con antelación. Estoy empleando el confinamiento en aprender a cocinar platos de toda la vida y me he aventurado a probar con el cocido de mi madre. Bueno, a lo que en Sevilla se le llama «puchero». Mi familia materna es cordobesa, y en casa seguimos las recetas y nomenclaturas de mi abuela Pepa, a la que espero no haber defraudado con mi atrevimiento.

Javier Macías. Son las 18.30 horas y acabo de sentarme delante del iPad para escribir este diario confinado en casa un día más en este descanso largo de cuatro días por haber trabajado el duro fin de semana anterior. Hoy la actividad ha sido frenética: tres videollamadas, limpieza general, la comida, los biberones de la niña, la lavadora... hasta que por fin ha llegado el momento de subir a la azotea a tender. Casi siete días después, mi hija de un mes ha visto el sol. Tímidamente, escondido entre nubarrones de primavera, en su hamaquita ha descubierto ahí arriba que aún hay luz en este túnel en el que estamos metidos en pleno barrio de San Vicente. Debato con mi esposa si es mejor el encierro al que ella se ve sometida o el riesgo al que yo me expongo (y en consecuencia a ellas) yendo a trabajar in situ junto a mis compañeros. Creo que ninguno de los dos escenarios son deseables. Sólo sé que mi reloj pasa deprisa y, el de ella, demasiado lento. Se hace de noche, pasa una jornada más en esta cárcel psicótica que nos lleva a lavarnos las manos cada vez que tocamos el pomo de una puerta. Miramos la cara al bebé, que pide atención con un leve llanto, y lanza una muesca de sonrisa. Aquí las distancias no se cumplen. Un beso (si fuera sólo uno...) y hasta mañana, si Dios quiere. Que querrá.

José Gómez Palas . Dejo a los míos revoloteando por la casa, aún en pijama, haciendo planes para afrontar este segundo domingo de confinamiento y decidiendo qué misa van a seguir por streaming: la de la parroquia del cole, la que emite el Consejo de Cofradías desde la capilla de Santa María de Jesús, la que oficia el arzobispo de Sevilla desde la capilla del Palacio Arzobispal... la oferta, afortunadamente, cada vez es más amplia. Mientras pongo camino al coche, Twitter me recuerda que hoy es domingo de laetare en Sevilla y que, por primera vez desde no se sabe cuándo, ni la Capilla Real de la Catedral acogerá el tradicional Cabildo de Toma de Horas que sanciona los horrarios e itinerarios de las cofradías, ni en la plaza de San Juan de la Palma se arremolinarán centenares de curiosos para presenciar la mudá de los fantasmas del misterio de la Amargura. A 15 días de la Semana Santa, los recuerdos hacen sangrar de nuevo la herida. Fantasmal es, precisamente, el escenario que dibuja la ciudad camino del trabajo. Sólo la radio del coche rompe el silencio de las calles.

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