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Diario de Covid-19 / día 31: «Un cielo azul»

Era una tarde de primavera como tienen que ser las tardes de primavera: obstinadamente perfectas, sin que se les pueda hacer reproche alguno

El Giraldillo, recortado sobre un cielo azul aborregado el mediodía del Domingo de Pascua EFE

Javier Rubio

Por encima de nuestras cabezas, el cielo está azul como siempre . O habría que decir como casi nunca: la concentración de óxido nitroso ha disminuido drásticamente desde que los coches se han quedado aparcados. La contaminación atmosférica en las ciudades está desapareciendo y a cambio, la naturaleza nos obsequia agradecida con unos cielos espectaculares.

El edifico del periódico tiene una azotea practicable donde alguna vez han servido el cóctel de algún premio si coincidía con el buen tiempo, en especial en verano. La usamos para estirar las piernas cuando la presión frente al ordenador aconseja respirar hondo y dar un paseo para que se oxigene el cerebro y vuelvan las ideas. Es verdad. Los mejores títulos de reportajes míos o de compañeros a los que estaba editando siempre se me han ocurrido en el trayecto de ida o vuelta al baño. Incluso en el momento de evacuar aguas menores, como si la inspiración fluyera también en ese momento de manera incontenible . No sé muy bien por qué, pero es así. Nadie ha establecido nunca una relación directa entre la hiperplasia benigna de próstata y la exactitud a la hora de titular.

El caso es que subí a despejarme un rato a mitad de la tarde, enfrascado entre mascarillas de mi reportaje , respiradores «made in Andalucia» y cosas por el estilo que nos ocupan. Subí para llamar a un amigo, pero en ese momento estaba ocupando y no me devolvió la llamada hasta el rato, pero ya que había subido -desde la segunda planta hay veinticuatro escalones- decidí quedarme allí.

Glicinas en plena floración junto al edifico del periódico

Asomado al pretil del edificio, se observa la copa de unas glicinas -rosas y blancas- en todo su esplendor , tan cuajadas de flores que las ramas parecen desgajarse por el peso de los pétalos y por eso los va dejando caer alrededor del pie del árbol. Son espectaculares las de República Argentina, en el tramo de los números 30 de la acera de los impares con que sustituyeron las palmeras primitivas que el viento o los temporales habían ido tronchando una a una. Las glicinas de la Cartuja, las que tenemos delante de nuestro edificio, no son tan frondosas pero impresiona verlas desde arriba.

En la azotea, uno puede otear la copa de los paraísos, ya cuajados de flores menuditas blancas con el pistilo negro en medio de la corola. En cuanto se levante más viento de la cuenta cualquier día de estos, las flores se soltarán de las ramitas y alfombrarán la calle como si hubiera nevado. Son espectaculares también los paraísos -también se les llama cinamomos- que veo desde la ventana de la sala a treinta metros de mi casa . Los del periódico, contemplada la masa de florecillas en la copa como pizzicatos embriagadores, parecen de lejos que tomasen una tonalidad lila. Tal vez eso confundió a una compañera, que el otro día creyó que las jacarandas ya estaban en flor.

Pero no. Son paraísos, melias . Y todavía falta para que las jacarandas azuleen con su color violáceo inconfundible y el olor dulzón que desprenden las flores cuando se las pisa. Antes de mediados de mayo no sucederá eso. Las jacarandas todavía recuerdan su otoño austral y están contenidas, como si acabaran de desperezarse después del verano, agotadas del estrés que les causa la falta de lluvias. En eso están hermanadas con las tipuanas , también en la línea de fachada que linda con el Camino de los Descubrimientos, ralas las ramas y sin brotes a la vista porque el árbol se está preparando para entrar en su otoño y va soltando hojas pecioladas para que la invernada no le pille desprevenido. Solo que aquí, en el hemisferio norte, las estaciones circulan justo al revés de lo que marca su código genético.

A las jacarandas y las tipuanas se unirá en mayo la reina de las flores arbóreas: la magnolia, con sus pétalos carnosos de un blanco tan puro como la nieve . En el jardincillo que hay a la entrada del garaje tenemos un magnolio todavía joven, pero que se atreve a darnos ya una exhibición de su poderío floral en forma de una docena de flores. De momento, desde la azotea, no se ve que despunte el blanco de los capullos de los que nacerán las rotundas magnolias por ningún lado, pero es que estamos en abril.

Eso sí, pajarillos hay de todas clases anidando aquí y allá , dándose réplica como en un recital de aflautados tiples que interpretaran romanzas para el único espectador que, en ese preciso instante de la tarde, era yo. Piaban felices y se les oía cantar a cuatro o cinco voces componiendo un motete increíble por la variedad de timbres y coloraturas. Tendría que venir un crítico de ópera a hacer la reseña . Y el crítico de arte, figurativo y hasta fractal, para hacer la oportuna crítica del espectáculo visual que ofrecen los árboles en su verdor recién estrenado como los vestidos de Domingo de Ramos que las muchachas dejaron por estrenar.

Allí estaba yo, en la azotea de ABC, oyendo los pajarillos y mirando las flores sin que pasara un alma por la avenida ni andando ni en ningún vehículo que viniera a perturbar el momento con su chirriar de ruedas -además, con la cera que se hubiera acumulado al otro lado del río de toda la Semana Santa- y el bronco estertor de los motores. Nadie. La Giralda, al fondo, asomada al caserío ejerciendo de madre vigilante. A la derecha, tras el pabellón de Marruecos en la Expo92, el rascacielos de la Cartuja convertido en padre severísimo dispuesto a castigar desde su altura inalcanzable todos los edificios de la ciudad.

Y sobre la cabeza, un cielo pintado con algunas nubes altas, lo más seguro estratos, como surcos que hubiera dejado la reja de un arado destripando el esmalte azul. Un cielo perfecto. No hacía calor ni tampoco frío, una temperatura agradable que invitaba al paseo o a sentarse en un banco a leer hasta que la claridad de la tarde se apagara progresivamente o a compartir confidencias con quien se ama. Era una tarde de primavera como tienen que ser las tardes de primavera: obstinadamente perfectas, sin que se les pueda hacer reproche alguno.

Y entonces, en medio de esas cavilaciones, levanté los brazos por encima de la cabeza como aconsejan hacer varias veces al día para estirar la columna , y le di gracias a Dios por permitirme gozar de su cielo que a mí se me figuraba protector y de las flores de las glicinas que a mí se me figuraban suaves y del verdor del magnolio que a mí se me figuraba entusiasta y de los trinos de los pajarillos que a mí se me figuraban hilvanes con los que se pespunteaba la realidad con el entredós de la ensoñación . Pero no era un sueño, que era bien real.

Sé que nada de esto tiene que ver con el confinamiento y con la realidad emparedada que muchos vivimos en el hogar. Afortunados son los que tienen macetas en el balcón o un arriate en el que observar las flores. Privilegiados los que tienen un jardín en el que entretenerse . Pero el cielo sí está ahí para todos. Bien alto, inalcanzable y enigmático.

Lo digo porque en la comida, una de mis hijas expresó en voz alta un pensamiento que seguro que se nos ha pasado por la cabeza en algún momento: nos han hecho perder un mes de vida encerrados en casa, menuda estafa. ¿De verdad crees que el cielo, los pájaros, las flores y los árboles que la mano de la Providencia ha puesto para que nos deleitemos son una estafa? ¿En serio crees que ellos han perdido el tiempo en vez de dar lo mejor de sí mismos para que tú -y ya que no puedes al natural, por lo menos a través de mis torpes palabras- te emociones al contemplarlos?

Qué equivocados estamos. Dios quiera que el día amanezca brillante y soleado para que, al menos, le dediquemos una mirada a un cielo azul. Inmensamente azul.

Lo dejo por hoy. « Tengan cuidado ahí fuera «, pero no se ahorren un vistazo levantando la cabeza. No hay Boletín Ofician que nos lo tenga que autorizar.

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