Coronavirus Sevilla

Diario de Covid-19 / día 14: «La vida en minúsculas»

Todos los autorretratos que poblaban las redes sociales para presumir de lo nuestro han dado paso a llamadas de voz en las que nos interesamos unos por otros de manera real y efectiva

Clientes saliendo de un supermercado en Espartinas el jueves JUAN JOSE UBEDA

Javier Rubio

Escribo aún bajo el impacto emocional de la muerte de Manuel del Valle , alcalde de Sevilla entre 1983 y 1991, con el que velé mis primeras armas periodísticas en la información local. Entonces yo era un pipiolo con ínfulas que criticaba al alcalde por lo que hacía y por lo que dejaba de hacer . Luego, el tiempo fue limando las aristas de mi visión sobre su mandato municipal en comparación con sus sucesores y supe apreciar la calidad humana y la altura política con que desempeñó el cargo. Del Valle nunca me reprochó nada de lo que escribí porque era un caballero que se ha muerto con la misma elegancia con que encajó las invectivas de aquel periodista veinteañero insolente.

Concha me ha escrito para darme la noticia y a mí me ha dado por pensar que nadie podrá despedirse de él como se merecía y que en la comitiva del sepelio no figurarán más de diez personas incluyendo el preste. O el diácono. Si al menos hubieran consentido que a los entierros acudieron dieciocho personas ... Concha me ha respondido: «Cuando pase esto le haremos un homenaje» . Merecido. Cuando pase esto.

Pero no quiero que mi pensamiento se detenga en eso, en los deseos que expresamos y los planes que se quedan en suspenso hasta que pase esto y volvamos a poder dar un pésame con un apretón de manos , al menos la mitad de fuerte que lo hacía Del Valle: nunca he conocido a nadie que apretara como él mirándote a los ojos. No, porque quiero ir a un sitio diferente donde la mente me lleva ahora mismo: a la vida de los otros .

He leído que el Festival de Cine ha puesto en circulación enlaces con algunas de las películas ganadoras del certamen de Sevilla como medio para combatir la reclusión en casa. Y a mí se me ha venido a la mente «La vida de los otros» , ese formidable retrato de la Alemania comunista en la que un agente de la temida Stasi espiaba a un matrimonio de artistas sospechoso de veleidades intelectuales al margen de la doctrina oficialmente establecida. Y ese policía huraño al que el Estado recompensaba con favores sexuales por parte de prostitutas a sueldo del régimen acaba envidiando la vida de los demás, plenas del amor que a él echa de menos. La cinta ganó el Óscar a la película extranjera con todo merecimiento. Si queda alguien que todavía no la ha visto, le animo a que la vea.

En parte, quiero creer que nuestra vida era así . Y que vivíamos espiando a los vecinos, a los compañeros, a los familiares para envidiar lo que tenían: sus casas, sus viajes, sus autos, sus chalés en la playa, su ropa, sus salidas nocturnas ... Y que, como ocurre en el film, vivíamos una vida entrometida, una vida vicaria que no era la nuestra sino la que envidiábamos en los otros.

Todo eso acabó hace ya dos semanas. No soy tan iluso como para pensar que abolido para siempre, pero sí durante la temporada que dure el confinamiento porque no hay posibilidad de exhibir nada de cuanto se tiene . La falta de relaciones sociales más allá de la pantalla del teléfono no propicia la impúdica exposición continua de unas existencias plagadas de mayúsculas en la que todas las frases comenzaban con un yo a cuerpo necesario en caja alta. Los viejos tipógrafos saben bien de qué hablo.

Sin embargo, de repente vivimos todos nuestras vidas en minúsculas , tan insignificantes las unas como las otras, tan indistinguibles como una azotea de otra. Marta y Cristina subieron a tomar el sol. María José aprovechó mientras tendía la colada. Rocío montó un taller de acuarelas con Bosquete, Reyes y Marta . Y María también subió a María, Patricio y Rodrigo a que les diera el aire. Los niños de Almudena también correteaban y en el edificio de al lado, un padre hacía gimnasia con sus hijos y en la de más allá unos críos daban vueltas y más vueltas con sus patines. Seguramente, todo eso estará prohibido pero era irresistible.

En todas esas azoteas soleadas aleteaban vidas en minúscula, ratos de felicidad que para nada les brindaba el coche aparcado en el garaje ni la decoración de la casa ni la tarjeta de crédito inservible porque no hay donde ir, sino el aire fresco, el sol y el cielo con unas nubes altas y esponjosas como el estampado de una sábana extendida sobre la que se estuviera proyectando una película que ya no es la vida de los otros sino la nuestra propia vivida en primera persona del plural.

Julio me lanzó una pregunta al hilo de la página de ayer que las prisas me impidieron responder como era mi intención. «¿No crees que esta crisis nos está redescubriendo a nuestros mayores ?«, dejó la cuestión sobrevolándome. Yo quería haberle respondido que la crisis no está haciendo que redescubramos a los abuelos o los padres ancianos, sino que está haciendo que nos redescubramos a nosotros mismos.

Igual que los chaparrones limpian la atmósfera, esta alarma sanitaria está limpiando nuestra mirada, despojándola de tantos resentimientos y tantas adherencias como habíamos acumulado. No nos vendrá mal esa mirada compasiva cuando salgamos de los contagios y los fallecidos y entremos en los cierres y los despidos.

Todos los autorretratos que poblaban las redes sociales para presumir de lo que comíamos, de donde estábamos o lo que poseíamos han dado paso a llamadas de voz en las que nos interesamos unos por otros de forma real y efectiva. Queriendo vivir no la vida de los otros, sino la vida con los otros. María José nos regaló al grupito la foto de unas amapolas que han salido junto a su casa y en el gesto de fijar la atención cuando se va a hacer la compra, de tomarse la molestia de fotografiarlas y de sentir el impulso de compartir las humildes florecillas de brillante rojo late simplemente un corazón al unísono con los demás.

Fernando llamó para contar que a sus hermanos, médico y enfermera, les han prohibido que se acerquen a ver a su madre y que él se encarga de llevarle la comida y cuidarla en la distancia. Ya está. Entre bromas y veras, hablar por hablar , puro ejercicio de amistad compartida tantos años como casi cincuenta. La charla no pretendía nada, no acabó en ninguna petición ni concluyó en ninguna cita posterior: simplemente saber el uno del otro, convivir con todas las letras de la palabra aunque sean minúsculas y ni siquiera tengan el porte de las cursivas o el resalte de las negritas. Humildes vidas escritas en minúscula con la sencillez de la letra redonda , eso sí, con el interlineado cada vez más apretado a pesar de la distancia física que nos impone el aislamiento.

Hasta aquí por hoy aunque empiece a costarnos llevar la cuenta de los días, iguales unos a otros pero con la esperanza de que ya queda menos. Tan idénticas unas jornadas a otras como la despedida de este diario: «Tengan cuidado ahí fuera» .

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