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Diario de Covid-19 / día 58: «Volver atrás»
De todo empieza a hacer mucho tiempo, aunque nuestra percepción lo haya encapsulado y comprimido como si el encierro hubiera sido un periodo homogéneo y compacto, en vez de una sucesión de momentos, de situaciones, de estados de ánimo
Conforme se acerca el día en que medio recobremos la normalidad de ver tiendas y bares abiertos a donde ir sin sentir la mirada escrutadora de la policía de balcón y el temor a no saber qué coartada inventar ante el agente de policía, se acentúa la nostalgia por el tiempo que hemos pasado encerrados , como si se nos hubiera escapado entre las manos o, peor aún, se nos hubiera extraviado entre los pliegues del almanaque.
Hace dos meses -¡hace dos meses!- era martes y el coronavirus empezaba a asustarnos, pero no mucho . Habíamos oído, habíamos visto las imágenes de China , luego la de los camiones baldeando lejía en perfecta formación en Corea , después la de los camiones militares acarreando féretros de Italia , pero nada de eso podía pasarnos a nosotros. Estaba demasiado lejos. Hace ocho semanas de aquello . Del sábado del Alumbrado, sólo quince días ; del Domingo de Ramos, las cinco semanas que llevamos de Pascua; de la oración del Papa en una plaza de San Pedro vacía, mes y medio mal contado . De todo empieza a hacer mucho tiempo, aunque nuestra percepción lo haya encapsulado y comprimido en el tiempo del confinamiento.
Como si el encierro hubiera sido un periodo homogéneo y compacto , duro e impermeable, en vez de una sucesión de momentos, de situaciones, de estados de ánimo , de emociones unas positivas, otras negativas... exactamente igual que el resto de nuestras vidas.
Ahora todo se ve muy relajado, quizá demasiado según insisten una y otra vez todos los médicos que saben algo de esto. Pero hubo miedo. Mucho miedo. Los periodistas no hemos dejado de movernos en todo este tiempo extraño y artificioso, por eso tenemos en la cabeza el mapa de los sentimientos colectivos por los que hemos atravesado.
Empezamos con dos primeras semanas de desconcierto , en las que nadie sabía muy bien que nos había pasado y como iríamos resolviendo cuestiones domésticas de envergadura a las que nunca habíamos prestado importancia porque estaban resueltas: donde ponernos a trabajar, donde hacen los niños los deberes, a qué hora se conecta cada cual, cómo hacemos la compra, hasta cuando durará las medidas excepcionales.
Esa fase duró hasta la primera prórroga del estado de alarma , más o menos. En ese momento se confirmó lo que barruntábamos, que no iba a ser cosa de quince días sino que iba a prolongarse más tiempo del que pensamos al principio. Entonces empezó a crecer el miedo, primero difuso y etéreo, pero luego cobró cuerpo y se hizo denso y aplastante . No había nadie por las calles. Llovía o recordamos que llovía, que no es lo mismo. Y la ciudad estaba paralizada , conservada intacta bajo el cristal de un fanal, inmóvil y expuesta a la mirada de los pocos que seguíamos cruzándola.
De ese tiempo nos salvaron los balcones . La energía colectiva que se desprendía de los aplausos, la vibración de que estábamos unidos en la pelea y de que la famosa curva la íbamos a aplanar con más intención que otra cosa, con él voluntarismo de creer que bastaba con ponernos todos a fabricar mascarillas o coser batas, lo que fuera, para ahuyentar el miedo que nos atenazaba y nos acogotaba. Si no hubiera sido por esa válvula de escape mínima que representaron los balcones y la solidaridad, habríamos enloquecido todos pero el optimismo de las ocho de la tarde nos empujaba en la dirección correcta.
Porque el túnel se fue haciendo cada vez más negro . Lo peor fue cabalgar la muerte entre la última semana de marzo y la primera de abril. Las cifras de muertos parecían no doblegarse a todos los esfuerzos que los sanitarios estaban haciendo y todo eran malas noticias : el horror de los asilos, la saturación de las UCI, las compras de material defectuoso, la impericia de las autoridades, el desastre de la imprevisión con los equipos de protección, las cifras desbocadas de contagios, costaba encontrar algún rayo de esperanza en medio de tanta oscuridad. En la calle, más que frío o lluvia, se respiraba desilusión, amargura, resignación.
La Semana Santa nos dio un alivio. Quizá porque fue un tiempo espiritual muy fuerte, probablemente la Semana Santa que más nos haya impactado de nuestras vidas, porque el sufrimiento casi se podía palpar con las manos, el dolor estaba al cabo de la calle, todos teníamos una lista de personas por las que pedíamos, de cristos de carne y hueso crucificados en la extenuante tarea de doblarle el pulso a la enfermedad. Sí, el Domingo de Ramos se creó un ambiente especial, casi de sucedáneo: si no podemos salir a estrenar la luz, hagámosla en nuestro interior . Fue un espejismo. No nos llegó ni al miércoles, como en las Semanas Santas de verdad, cuando el Jueves te sientes estragado e increíblemente cansado. Eso fue lo que pasó. Nos cansamos de esa experiencia vicaria que solo estaba al alcance de los vídeos y de las repeticiones de un tiempo que nos punzaba desde el televisor porque entonces si podíamos pasear y dibujar la ciudad con nuestros pasos en recorridos inabarcables frente a la inmovilidad a la que estábamos condenados. Nos aburrimos de ser espectadores , eso fue lo que pasó.
Más o menos entonces, en cuanto aflojó lo más mínimo la presión en los hospitales y se vio que, muy lentamente, podíamos salir vivos de ésta, empezó la bronca política . Alguien decidió que ya no había que jalear a los sanitarios desde los balcones y aquel gesto espontáneo, cargado de fuerza y de confianza colectiva, empezó a vaciarse de contenido. Los políticos no ayudaron nada, porque cada uno empezó a hacer sus cálculos chiquititos y a trasladar esa mezquindad a la calle. El miedo dio paso al hastío .
Con cada nuevo dato en la dirección correcta, resultaba más difícil sujetarse a lo que nos pedían las autoridades. Y estas empezaron a darse cuenta de que la cuarentena se hacía cada vez más penosa. Por eso comenzaron a aflojar el dogal con anticipos de una semana , como la promesa que se le hace un niño de que por su cumpleaños le regalarán la bicicleta por la que suspira. La Feria, más concretamente el sábado del Alumbrado, fue la ultima meseta para tomar aliento antes de subir los últimos peldaños . Qué alegría más simple, qué felicidad sencilla más contagiosa. ¿Fue una tontería? Sin duda, pero quien dice que la vida no está llena de momentos así.
Lo demás ya es muy reciente, apenas de quince días para acá. La salida de los niños, la polémica de las fotos, la cuestión de los horarios, los paseos de los mayores, las horas de deporte, las aglomeraciones a la vera del río y por el parque, las caminatas...
Ahora toca volver atrás. No volver sobre nuestros pasos porque los que no dimos se nos han perdido para siempre. Toca volver a recordar estos dos meses y a pensar sobre ellos , sobre lo que hizo cada uno con su tiempo, con su ejemplo, con su obediencia, con su esfuerzo. Examen de conciencia, sí. ¿Fui digno de la misión que se me encargó, la llevé a término como se me pidió? En última instancia, como nos comportamos enclaustrados en la más atosigante prisión que el hombre ha ideado jamás para encerrarse a sí mismo: ¿di la talla?
Es el final de la película «Salvar al soldado Ryan» . Ya mayor, el protagonista visita el cementerio de Normandía donde reposan los restos del capitán del pelotón (interpretado por Tom Hanks ) que lo puso a salvo y lo devolvió a Estados Unidos. El hombre, compungido, se gira y le pregunta a su mujer si su vida ha sido digna , si ha valido la pena después del sacrificio de tantos como entregaron su vida por salvar a aquel soldado. Pues eso.
No me respondan. Respóndanse a sí mismos . Y, hasta el último día, « tengan cuidado ahí fuera «.
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