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Diario de Covid-19 / día 53: «Aquí seguimos»

Mentalmente, las salidas han actuado como una válvula de escape colectiva cuando más pesado se estaba haciendo la reclusión. Y se ve que todos hemos pasado de fase incluso antes de lo que dicten las autoridades

Un barbero arregla a un cliente en una barbería de Sevilla el lunes 4 de mayo J M Serrano

Javier Rubio

El showman del barrio, que animaba la ovación de las ocho de la tarde con canciones durante quince minutos desde la terraza de una de las torres, se despidió el domingo . Fue una edición especial que duró media hora con música dedicada a las madres aunque en la selección entraran títulos que las nombran de pasada y no les rinde ningún homenaje consciente. Pero, qué más da, se agradece el esfuerzo. También sonó el «Libertad sin ira» de Jarcha que nos conduce a otra época.

Saludando desde el tercio, se supone que desmonterado, brindó la última faena a su propia progenitora y se despidió entre aplausos de la concurrencia. ¿Motivo? La salva de aplausos ya no es lo que era. Entre el cansancio, la instrumentación política , las variadas iniciativas en forma de caceroladas y otras protestas más o menos espontáneas, el palmeral se ha ido despoblando . La puntilla se la han dado los horarios de salida consentida: a las ocho, el personal está tan ansioso por echar a correr como los mozos de la cuesta de Santo Domingo en cuanto escuchan el chupinazo del encierro de los sanfermines y no atiende a más razones.

Por la isla de la Cartuja, a eso de las ocho, se extiende una muchedumbre variopinta con ropa y calzado deportivos por la avenida de los Descubrimientos, que para muchos de estos peatones sobrevenidos debe de ser en sí todo un descubrimiento. Salvo los días de recital de música en el auditorio,jamás había visto tanta gente caminando, corriendo o dando barzones por la Cartuja . Había paseantes, corredores, andarines, patinadores y ciclistas. Incluso echando carreras por el asfalto aprovechando que hay pocos coches.

Por el puente de la Cartuja, el más hermoso de cuantos se construyeron para la ocasión gloriosa de 1992, he tenido que hacer sonar el claxon para que la multitud que pululaba de acera a acera me hiciera hueco como si estuviéramos en una de esas jornadas europeas sin coches, con esa libertad para ocupar la calzada que se toman a modo de revancha los viandantes. Por debajo de mi ventana han pasado estos días familias enteras, empujando un carrito de bebé, tranquilamente caminando por la calzada según es costumbre arraigada en los pueblos donde no hay tanto trasiego de vehículos.

La octava semana de encierro -porque así seguimos, encerrados, por más que nos dejen salir unas horitas a estirar las piernas- va a ser la semana de los peluqueros. Las listas de espera para arreglarse el cabello, ellas y ellos, desmienten el carácter de frivolidad que todos percibimos en el decreto del estado de alarma primitivo cuando estaban incluidas entre los servicios esenciales a la comunidad. La rechifla colectiva, de la que participamos, acabó con una corrección que las cerró aun antes de abrirlas y que ahora se trata de corregir.

Marta, mi hija, pidió cita con el peluquero . Pero ni corta ni perezosa, se metió las tijeras y se ha dejado media melena que le favorece muchísimo , a decir del resto de su familia y de las amigas con que se ve para el paseo. Inquieta y bullidora como es propio de las martas, ha ordenado cajones, limpiado armarios, cocinado repostería, inventado entretenimientos, montado vídeos, cambiado de decoración su cuarto, pintado muebles y no sé qué otras cosas más durante esta cuarentena de ocho semanas hasta esta última transformación de su aspecto personal, que no de su espíritu: siempre pendiente de los demás.

De manera que aquí seguimos. Al pie del cañón, o mejor, mostrando este espejo de la cotidianidad en el que verse reflejado cada día, como sentidamente me dijo Pepe. Probablemente, no por mucho tiempo más. Mentalmente, las franjas horarias de salida han actuado como una válvula de escape colectiva cuando más pesado se estaba haciendo la reclusión en el hogar. Y se ve que todos hemos pasado de fase incluso antes de lo que dicten las autoridades sanitarias.

Hemos dejado atrás la fase de luto , ahora que nuestras autoridades -siempre a remolque, sin iniciativa- han decidido declararlo de manera oficial: del 7 al 13 en toda la comunidad autónoma, del 23 al 25 en la provincia y del 29 al 31 de mayo en la ciudad. El encargado de arriar las banderas a media asta no se va a aburrir.

Por mi parte, pude darle el pésame en persona a Charo , que perdió a su padre justo hace una semana. Me estuvo contando los detalles tan duros de los entierros en este tiempo de pandemia: sin familiares, sin esperar las cenizas de la obligada cremación, sin funeral, sin despedida... No pude reprimirme y mandé a hacer puñetas la distancia precautoria: nos dimos dos besos y un abrazo que nos salieron del corazón.

Justo de donde no les sale a los gobernantes para relajar estas medidas tan drásticas que cobraban sentido en pleno pico de fallecimientos , cuando no se daba abasto en España para enterrar cada eres, pero que ahora solo revelan la incapacidad manifiesta de nuestros gobernantes para ponerse en la piel de los dolientes. Otro tanto cabe decir de la prohibición a los familiares directos de despedirse de los moribundos en los hospitales . Tenía explicación cuando faltaban EPI para todos, empezando por los sanitarios, y el riesgo de contagio era más que cierto. Pero ahora ya podrían habilitar fórmulas para que, al menos los hijos, pudieran tomar de la mano a sus mayores y despedirlos como impone el decoro y la humanidad debidas. Cualquier cosa menos esta sensación de que nos deshacemos de los muertos sin el menor atisbo de compasión en nuestros gestos.

Lo dejo ya por hoy. Como siempre, « tengan cuidado ahí fuera «.

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