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Diario de Covid-19 / día 51: «Un hombre parado»
El día iba de libertad y de sus límites. Pero en un sentido mucho más profundo que el aparente de que permitan unas carreritas a determinada hora
Parecía una estatua. La calle, a esa hora, era un hervidero de camisetas chillonas que venían de correr por el parque o a la vera del río . Recordaba mucho esos días de maratón o carreras nocturnas que acaban en la plaza de España y pronto se desparrama la multitud de corredores, cada uno buscando el auto en el que llegó hasta mi barrio, a quinientos metros de la plaza de América . Traían también ese aire de cansancio que da el esfuerzo pintado en el semblante. Era un trasiego peatonal importante, pero aquel hombre estaba parado en mitad de la acera .
Lo veía clarísimamente desde la ventana del dormitorio: recostado sobre la señal de dirección prohibida en la embocadura de la calle Juan Pablos, componía un perfecto triángulo rectángulo en el que el piso y el vástago de la señal eran los carteros y su espalda recta formaba la hipotenusa que completaba la figura. A su lado pasaban corredores, gente de paseo sin más, ciclistas, algunos con mascarillas que iban a la compra, otros sin prisa y muchos azacaneados para llegar a tiempo a casa sin saltarse las reglas. Eran las 9.36 de la mañana del sábado 2 de mayo y el hombre seguía parado en la esquina.
No hacía nada. No movía ningún músculo ni calentaba las articulaciones como a veces hacen los deportistas antes y después del esfuerzo físico. Lo suyo era lisa y llanamente sentir el sol en la cara . Sin más. A esa hora, los rayos del astro emergen por encima de las torres de Felipe II e impactan oblicuos en el suelo. Y aquel tipo, del que desconozco si nombre y del que no puedo decir cómo iba vestido, se había situado de forma que el sol lo bañara. Eso era todo. Ese había sido su ratito de paseo o de práctica deportiva: salir a la calle y sentir el sol en la cara , agradecer que los rayos de mayo calienten desde primera hora de la mañana y estar satisfecho por ello. Nada más. Y nada menos.
En casa, todos se habían marchado, cada una con su ropa deportiva y su compañía . Estaban expectantes, pero no sabría decir cuál de las tres exteriorizaba con más entusiasmo romper el encierro a la manera que los musulmanes hacen de la ruptura del ayuno ahora en su mes santo del Ramadán una fiesta compartida. Volvieron más entusiasmadas todavía, cada una a una hora distinta, relatando los signos de la primavera que habían descubierto en el paseo matinal, los conocidos a los que habían dedicado un saludo y la satisfacción con que habían hecho uso de su derecho a la libre circulación.
Preferí quedarme. La libertad también guarda, quizá como un tesoro oculto, la posibilidad de no hacer uso de ella . Luis me envió el mensaje de la caminata que había hecho entre 7 y 8.30 de la mañana, pero se me olvidó preguntarle qué tal ese primer paseo porque dos días antes me había lanzado una de esas preguntas terribles que no se pueden soslayar de ninguna manera y que dan la cara aún cuando las ignoras: «¿Y si cuando salgamos, la Libertad no está?».
Este sábado iba de libertad. Pero en un sentido mucho más profundo que el aparente de que permitan unas carreritas a determinada hora. Algo así como la libertad de escoger bajo qué bandera se alista uno puesto que hay dos caudillos en pugna permanentemente. Y no es una cuestión política, como es fácil suponer, de lo que estoy hablando. Todos tenemos que elegir bando y militar en él : de los que ayudan a sobrellevar las penalidades o de los que enconan el malestar, de los que van a lo suyo o de los que van a lo de los demás, de los que miran por uno o de los que miran por todos. Dos banderas . La bandera de la libertad o la de la esclavitud. Qué buena meditación para la tarde del sábado.
La mañana la había empleado en llevarle dinero a mi madre nonagenaria, ella que no es libre de salir a la calle porque las artritis de las rodillas y cinco escalones traicioneros le limitan mucho la libertad de movimientos. Hacía seis semanas que no la veía en persona, todo el tiempo que hemos tenido limitada la circulación y la reunión en aras de lo que Fernando Savater denominaba en su columna el Estado Clínico democrático . Una interesante disquisición sobre la vida y la libertad , dos derechos en conflicto -en tensión habría que decir- y la solución que le han dado a lo largo de la historia.
A este respecto, mi párroco envió una interesante reflexión a modo de homilía breve de la lectura en el «Regina Coeli». Decía don Carlos: «Todos los días pedimos a Dios la salud, hoy empezamos a hacer deporte porque es importante para la salud. Pero, ¿para qué la queremos? , ¿para vivir con tanta independencia que caemos en la indiferencia?, ¿para no vernos limitados en el disfrute corporal y en nuestras aspiraciones personales?, ¿para no tenernos que ocupar de quienes enferman? Si esto es así, seremos gente con salud, pero totalmente paralizados por nuestro egoísmo y nuestra soberbia«.
El jueves, charlando con un muy buen amigo, me contaba que el encierro en casa y todos los planes que había tenido que suspender le había enseñado mejor los límites propios . Y que después de perseguir ideales, animar actividades e impulsar muchas acciones había comprendido que no daba para más. Y que realmente nada podía hacer contra las circunstancias.
Aproveché el paseo por Triana hasta el Altozano para sacar dinero de la cuenta de mi madre para llamar a mi amigo Paco, que cumplía su sexta semana ingresado en el hospital. ¡Qué alegría! Estuvimos charlando de nuestra tertulia en el Rinconcillo, de espinacas con garbanzos y bacalao con tomate, de los caracoles que le había llevado una enfermera y que él había saboreado con mucha mano izquierda. Qué bien. Por un tiempo -esperemos que la rehabilitación surta efecto para recuperar las funciones perdidas-, él estará limitado en su autonomía personal y en su libertad de movimientos . ¿Acaso podemos dudar que será libre?
Es lo mismo que el diálogo maravilloso con que termina el Evangelio de Juan entre el Jesús glorioso y resucitado y Pedro: «Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras «. ¿Para qué sirve la libertad?
La cuestión vuelve al principio. A ese hombre que aprovechó la mañana para que la aurora de sonrosados dedos le acariciara la cara . Mientras todos los demás corrían de un lado para otro, se quedo quieto. Mientras todo alrededor giraba y bullía, estaba inmóvil. Y libre. Radicalmente libre.
Hasta aquí por hoy. Si siguen con la afición recién descubierta por el deporte mañanero, ya saben: « Tengan cuidado ahí fuera «.
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