Coronavirus

Diario de Covid-19 / día 25: «Entrelazados»

Vivimos entrelazados. Qué idiota quien se crea que puede vivir solo, que puede estar seguro solo, que puede salvarse solo

Cartel en la residencia de ancianos de San Juan de Aznalfarache Manuel Gómez

Javier Rubio

La imagen del telar es muy sugerente. Me parece que ya la empleé con anterioridad: cada persona que lee estas páginas aporta el hilo de su vivir con el que este diario, actuando como la lanzadera, va tejiendo la urdimbre hasta que todas las vidas quedan entrelazadas. ¿No es eso la existencia, una inmensa pieza de tela, un eterno manto de Penélope que nunca se termina del todo porque lo que nosotros vamos anudando por un lado la muerte se va encargando de desflecar por el otro extremo? Y esta pandemia ha desflecado ya muchas tramas.

Pero de todos los hilos con que tejemos nuestra vida, el que más aporta es el del padre . Me pongo en la piel de todas esas personas que han tenido que despedirse de su padre en estos días sin exequias y se me parte el alma. E ste lunes se han cumplido veinte años de la muerte de mi padre . Todavía recuerdo la voz de mi madre en el contestador del teléfono avisando de madrugada de su muerte. Solo escuché una vez aquel mensaje luctuoso en mitad de la oscuridad del salón, todavía soñoliento. Después le pedí a María José que lo borrara como fuera.

Luego, en el entierro al día siguiente, sería capaz de hacer una lista de memoria con todos los que estuvieron y me abrazaron, me dirigieron una palabra de cariño -tampoco tenía por qué ser original- y me dedicaron algo de su tiempo a consolarme.

Pienso en toda esa pobre gente a la que estarán llamando desde el hospital o desde la residencia de ancianos para comunicarles que su padre -o su madre, su abuela, su tía, quien sea- ha fallecido y que lo van a llevar a una morgue provisional antes de incinerarlo a todo meter y que ya les darán las cenizas cuando les toque. A esa despersonalización hemos llegado.

No puedo quitarme de la cabeza ese asilo de San Juan de Aznalfarache , aquí al lado, donde han muerto 24 personas . Cómo les habrán dicho que los trasladaban a la habitación de un hotel -no puede haber nada más impersonal que morir en una cama de paso -, quien los habrá consolado, cuantas personas les habrán dedicado un minuto para darles ánimos .

Y en ese justo instante, la vida de esas personas se entrecruza con la de Inés que, impresionada con la historia de vocación que yo mismo relataba en la página de ayer, me contaba que una amiga suya que se había examinado del MIR en enero tuvo que volverse de Etiopía , donde había proyectado pasar un mes ejerciendo como médico cooperante, para incorporarse de voluntaria al hotel donde trasladaban a los ancianos de la residencia con síntomas de padecer Covid-19.

El siguiente nudo de esta historia lo aporta mi párroco, que me da el articulo medio escrito cada día con sus reflexiones matutinas. Es delegado episcopal de Cáritas Diocesana y ayer decía esto: «Hace unos días nos escandalizaba saber que se encontraban ancianos muertos en las residencias... Si no ponemos medios de manera urgente, ¿creemos que cuando la gente empiece a pasar hambre se quedará en su casa esperando a morirse para salir después en las noticias?»

Vivimos entrelazados. Qué idiota quien se crea que puede vivir solo, que puede estar seguro solo, que puede salvarse solo . Este lunes, Chelo me mandó un poema que había escrito el Lunes Santo del año pasado, pero que cobra plena actualidad en este extraño 2020: « Este año no quiero cirios, ni penitentes, ni cruces, ni cadenas, ni calcetines, ni pies descalzos, ni palcos, ni sillas de palo , mi Señor. Este año quiero adorarte, Rey mío, en silencio y en soledad, acogerte en este corazón y darte mi agua». «Que no me digan que por las calles de Sevilla te paseas con tu cruz a cuestas, mi Rey, que en cualquier rincón de mi hermosa ciudad, Jesús mío, te volvemos a crucificar. Hoy, hoy no lo quiero escuchar».

Pero hay que escucharlo. Hay que pasar por el trance de honrar a los muertos y exigir las responsabilidades a quienes no previeron el tremendo impacto de lo que se nos venía encima. Ya somos el país del mundo con más mortalidad por 100.000 habitantes , un triste puesto en el cuadro de la infamia internacional porque no supimos anticiparnos a los acontecimientos.

Estos días de confinamiento se me va la mente con mucha frecuencia al recuerdo vivo de mi padre, que pasó temporadas enteras encerrado en casa. Sin salir. Eso sí, con la corbata puesta y las tijeras de puntas redondeadas en el bolsillo superior del batín. Creo que era una manera de rebelarse internamente ante las circunstancias que lo retenían entre aquellas cuatro paredes.

El otro día, en el grupo familiar, nos entró un ataque de nostalgia. Manolo nos mostró sus torrijas, las primeras que había hecho en su vida: «Mi padre hacía torrijas con miel, algunas veces le hice de pinche y puse la clara del huevo a punto de nieve como a él le gustaba. No lloro, soy de lagrima dura, no me sale, pero cada torrija es una lágrima por mi padre . Es el primer año que las hago, ya siempre las haré».

Su padre, que me había sacado de pila, murió en octubre. Somos la memoria de quienes nos recuerden cuando ya no estemos. Así, nuestras vidas se van entrelazando las unas con las otras y el telar sigue funcionando. Pero la pieza nunca estará completa.

Ya saben, si van a salir, « tengan cuidado ahí fuera ».

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