Coronavirus
Diario de Covid-19 / día 19: «Perseverancia»
La vida es, en cierta forma, así: una buena dosis de perseverancia, algo de azar incontrolable y todo el amor que la abona y la hace fecunda
Salí a tirar la basura, ese fue el único contacto con el exterior este martes, que hace el día número diecinueve desde que comenzó el confinamiento de la población. A las ocho, como cada día, salimos a la ventana y charlamos unos minutos con los vecinos mientras los aplausos sonaban algo desmayados, absorbida la energía vital y las ganas de salir adelante de los primeros días por la rutina, el cansancio o una mezcla de ambos estados de ánimo.
Pero incluso un trayecto tan minúsculo como cruzar de acera y caminar veinte pasos para deshacerse de los restos orgánicos en el contenedor gris y luego desandar el camino otra treintena de pasos para depositar en sus respectivos contenedores el plástico y los vidrios da que pensar. La introspección es algo que, si se me permite el chiste, lleva uno dentro y no hay manera de sacárselo.
Noté que la hierba estaba muy crecida . Y muy verde, con un color más vivo que nunca. En los alcorques encontré matas de diez o quince centímetros de altura, pequeñas gramíneas salvajes que habrán crecido todo este tiempo de enclaustramiento sin que nadie la moleste. Incluso entre las grietas del asfalto, aparecía una pelusilla verde como una barba de varios días sin afeitar abriéndose paso entre la negrura del asfalto. El camión de Lipasam que baldea con lejía o algún compuesto clorado pasa dos o tres veces en semana, pero aun así, la hierba -me resisto a llamarla mala en estas circunstancias- se las ingenia para agarrar sus raíces y crecer contra todo pronóstico. La lluvia de los últimos días y el sol a ratos la empujan y no tiene más remedio que crecer.
He visto vídeos de ancianos nonagenarios o centenarios saliendo del hospital curados de la enfermedad con la misma perseverancia en agarrarse a la vida que esas hierbecillas en medio del asfalto que casi ninguna rueda de automóvil aplasta desde hace tres semanas. La vida es, en cierta forma, así: una buena dosis de perseverancia, algo de azar incontrolable y todo el amor que la abona y la hace fecunda.
Perseverar. Esa es la clave. Confiar cuando las propias fuerzas flaquean y empiezan a pesar las jornadas en casa, conectados cada uno con su actividad pero de una manera tan fría y distante que no hay forma de reemplazar verse cara a cara, rozarse, hablarse con las manos...
También a mí me empiezan a pesar las páginas de este diario, porque me obligan a un trasnoche para el que ya no estoy acostumbrado a pesar de que a lo largo de mi vida profesional he acumulado muchos trienios de madrugadas en vela. Pero justo cuando me venía a la mente la fatiga de enfrentarse a la página en blanco, descubrí a mi vecino haciendo deporte en la terraza : con su chándal de maratoniano dando zancadas por el balcón, una y otra vez llegaba hasta el rincón y volvía, todo para favorecer la capacidad pulmonar y mantenerse en buen estado después de lo que ha pasado.
Y comprendí que no podía dejar de escribir esta página ni las que, Dios quiera que sean muy pocas, queden por delante. Porque cada mañana, en cuanto cuelgo estas reflexiones que no quieren ser más que apuntes personales a vuelapluma me saluda una sinfonía de agradecimientos, de saludos, de coincidencias, de debates... Uno me llenó especialmente esta mañana: «Gracias a ti por los buenos ratos que nos haces pasar... Es como un balcón para los vecinos donde cada uno hace lo que mejor sabe ».
Si, de eso se trata. Me asomo al balcón y escribo. Mejor o peor, eso ya que lo enjuicie el tribunal inapelable de cada lector, pero con el alma puesta en cada frase, eso sí que es inobjetable. María José, una amiga de hace media vida, me confesó: «La única información que recibo al día, por salud mental, es la de ABC. La miro después de comer y por la noche . Con eso, el Evangelio y tu diario, me doy por satisfecha«. Y Berta, días atrás, también me sugirió que aconsejara a los mayores apagar el televisor. Otros amigos también han expresado la restricción que voluntariamente se han impuesto ante la oferta de información de que disponemos. Puede que sea verdad y que hemos llegado a un punto de saturación en el que hay que restringir el bombardeo constante. Porque no ayuda esta hartura.
Sobre todo, de crítica. En todos los sentidos. De unos contra otros y de otros contra los unos. Qué más da. Ha quedado demostrado la incapacidad y la ineptitud para articular una respuesta coherente a pesar de todas las dificultades, pero eso no habilita para convertir el país en un descalzaperros donde todo está permanentemente bajo un escrutinio implacable . Quién resultará inocente a tus ojos, que escribió el salmista 2.500 años atrás con toda la actualidad del momento.
En casa, el agotamiento mental empieza a pasar factura en forma de llanto irreprimible porque los planes -grandes o pequeños, poco importa- se van al traste y todo es inexperimentado , por usar ese neologismo al que se refería Emilio Lledó para definir la nueva realidad a la que nos enfrentamos.
Por la noche, hicimos los deberes en familia con Cristina, a la que le habían propuesto ver la película «La isla» para su posterior discusión en una de esas sesiones matutinas de micrófonos abiertos en que se conectan con los profesores. De la cinta sólo se salva Scarlett Johansson , que, haga lo que haga, siempre tiene ese punto inconfundible de misterio en la mirada. Pero lo que pretende ser una reflexión teórica -ahora le llaman distopía - sobre el alma humana, la libertad del hombre y el amor que nos redime en última instancia acaba siendo una sucesión de huidas y persecuciones que ya habíamos visto hace cuarenta años por lo menos en «La fuga de Logan» , mucho más naïf y, por ello, auténtica. Lo de los replicantes sin memoria, entendimiento ni voluntad lo había bordado Ridley Scott en «Blade runner» y no hay más que hablar.
El caso es que al final nos quedamos ella y yo viendo la ensalada de fuegos artificiales en que se presumía que iba a acabar todo , solución deus ex machina propia de las películas de James Bond para guionistas perezosos que no saben salir del embrollo argumental en que se han metido.
Cuando acabamos de verla, me puse a escribir. Sin buscar ningún aplauso, pero con la convicción de que algunas de estas palabras -las que hablan de compasión , de esperanza o de fraternidad - enraícen en los corazones con idéntica perseverancia a la de la hierba que ha crecido en los bordillos de las aceras, allí donde el granito le ha dejado el más mínimo resquicio. Da gusto contemplar ese verdor virgen, la vida rebrotando en el sitio más insospechado como el anciano de 101 años al que han dado el alta. ¿Y ahora nos vamos a rendir? Animo.
Vamos allá con el miércoles. Si salen, aunque sea un recorrido tan exiguo como el de hoy para tirar la basura, ya saben: «Tengan cuidado ahí fuera» .
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