Coronavirus

Diario de Covid-19 / día 12: «Un mundo maravilloso»

Ese espíritu colectivo que mueve nuestro mundo maravilloso -aunque suene a sarcasmo en medio de esta pandemia mortal- se ha puesto de nuevo en movimiento

Personal sanitario recibiendo flores en agradecimiento por su dedicación en Sevilla ABC

Javier Rubio

Primero, los aplausos de las ocho. Y cuando acabó la ovación, el recreo espontáneo en el barrio nos trajo vítores a España, música de discoteca, el himno nacional, un aria de Pavarotti yo diría que grabada en directo en la arena de Verona y a Louis Armstrong cantando a un mundo maravilloso en que el cielo es azul, los árboles verdes y las rosas rojas. Todo revuelto como el patio del colegio donde se disputaban a la vez un montón de partiditos y cada uno seguía su balón sin confundirse ni de pelota ni de contrincantes. ¡Qué prodigiosa confusión y cuanta la echo ahora de menos, con las calles vacías y la ciudad enmudecida!

El caso es que la canción, puro optimismo por las cosas simples de cada día en la estela de Whitman , se me quedó dando vueltas en la cabeza hasta esta hora en que todos se han ido a dormir y me quedo escribiendo esta página del diario con la misma emocionada capacidad de sugestión que Armstrong imprimió a su música: bebés que lloran y que tienen mucho que aprender como Candela , la primera hija de Encarnita, que me pidieron que se asomara por aquí lo mismo que se enciende una vela para que alumbre en la oscura noche de los miedos.

Realmente es un mundo maravilloso. Perfeccionable, por supuesto, pero maravilloso . Y me dio por pensar en todas las personas a las que debía agradecer poder escribir esta página. De la mañana a la noche y estrechar sus manos, como en la canción, y poder decirles que los quiero . Aunque no los conozca de nada. Y que estoy muy agradecido a los agricultores que cultivaron el trigo molido para hacer la harina con que se amasó el pan que tuesto y a quienes ordeñaron las vacas para obtener la leche con que hicieron la mantequilla y a quienes fabricaron, creo que en Morón, la mermelada que unté . Y a l as mujeres del estado indio de Assam que recolectaron las hojas de té que llegaron hasta mí gracias a los marinos -lo más probable es que fueran filipinos- que tripulaban el barco en que se f letó el cargamento que compré en la tienda de ese matrimonio con el que coincidí en Tierra Santa. Y a quienes ensamblaron el hervidor y el tostador que funcionan con corriente alterna gracias a los operarios de la compañía eléctrica que suministra la energía y a los que montaron los molinos de viento fabricados en el puerto de Sevilla que habrán girado toda la noche mientras yo dormía y la hierba crecía. Sin darnos cuenta.

Y, conforme lo pensaba, la lista de agradecimientos se hacía cada vez más numerosa y hombres y mujeres de todo el mundo por millares poblaban mi pequeño mundo maravilloso del color del arco iris como cantaba Armstrong hasta desembocar en mi familia que me consintió ser periodista, mis profesores que me inculcaron el gusto por la lectura y por la escritura no sé en qué orden, mi mujer y mis hijas que me soportan taciturno y ausente volcado en un hormiguero negro sobre fondo blanco y en mis compañeros del periódico que me alientan a que prosiga estas íntimas confesiones.

Gracias a ellos, en especial a los que no salen nunca en los títulos de crédito de la película impresa que es el periódico de cada día y que van a soportar una reducción de sueldo proporcional a la merma del tiempo que dedican desde casa a la empresa para que los periodistas podamos seguir dedicados a tiempo completo a contarle a nuestros conciudadanos la actualidad del coronavirus. Gracias a Álvaro, a Juanjo, a Zoila, a Alfonso, a Esperanza, a Marta, a la otra Marta, a Matilde, a Cayetano, a Reyes, a Ángel, a Marian, a Mercedes, a Javi, a Emma, a Abel, a Samuel, a Paco, a Rocío, a María Jesús, a Ricardo, a Valeria, a Vicente y seguro que otros nombres que ahora no soy capaz de recordar... ellos hacen cada día que mi maravilloso mundo funcione, además con una sonrisa.

No estamos solos. Aislados, sí; pero no solos. Vivimos dependiendo unos de otros y entre todos vamos construyendo la sociedad en que nos desenvolvemos. Y toda la relación la preside la confianza que depositamos los unos en los otros : desde el conductor del autobús de los escolares a la cocinera de las tapas del bar, todos confiamos recíprocamente en que el vecino sacará a su hora la basura, el dueño del perro recogerá los excrementos y el chaval que ha bebido no se pondrá al volante.

Y ese espíritu colectivo que mueve nuestro mundo maravilloso -aunque suene a sarcasmo en medio de la epidemia mortal - se ha puesto de nuevo en movimiento. Quedó trastocado por la reclusión en el hogar y por una semana estábamos como deshabitados de nosotros mismos, pero ahora que ya hemos encajado que el aislamiento social va para largo empezamos a buscar maneras de organizarnos para ayudar, para echar una mano, para donar, para que este mundo maravilloso en el que uno puede confiar plácidamente en que el barbero no le rebanará el cuello no se desbarate por un simple virus.

Días atrás, Manolo lo resumió con un punto de coraje que hace aún más valiosa su desahogo: «Hemos creado una sociedad cruel en la que cada cual va a lo suyo y hay muchos que se quedan por el camino y a nadie le importa. Deberíamos pensar que el planeta es uno, que todas las líneas divisorias son inventadas y que la especie humana es única. Mucha injusticia, mucha indiferencia, mucho egoísmo y un panorama que se nos viene encima en los próximos años que puede parecerse mucho a esto que estamos viviendo si no cambiamos muchas cosas. Hoy tenemos coronavirus, pero pronto tendremos vectores de malaria o chikungunya viviendo en estas latitudes. O entendemos que la colaboración ofrece mejores perspectivas que el individualismo o estamos jodidos «.

Exacto. A mí se me ocurre empezar por agradecer el esfuerzo de los que siguen en su puesto de trabajo y el de aquellos que verán recortado su salario y su ocupación mientras dura el estado de alarma que les impide trabajar. Gracias a los médicos del hospital que cuidan de los enfermos y gracias a las monjitas que se han puesto a coser mascarillas en vez de hacer yemas de San Leandro y a los chavales de FP que están fabricando viseras para los sanitarios con impresoras 3D en los institutos cerrados. Gracias a los operarios de Lipasam que baldearon la calle en que vivo bien temprano, antes de las ocho, y gracias a los que me leen después de esa hora.

Gracias por este mundo imperfecto, injusto y desquiciado pero que a mí, como a muchos, me parece maravilloso .

Como siempre, «tengan cuidado ahí fuera» .

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