Bartolomé Esteban Murillo: Un sueño en Santa María la Blanca
Justino de Neve fue una figura fundamental en la trayectoria del pintor sevillano, tanto por los proyectos que le encargó como por ser entusiasta coleccionista de su obra a nivel particular
Bárbara RosilloEl espíritu de Murillo en la iglesia que fue mezquita y sinagoga
Santa María la Blanca es una mis iglesias preferidas en Sevilla. Su sencilla fachada da paso a un interior de belleza deslumbrante. El templo, una de las cuatro capillas que dependían del cabildo, fue reconstruido entre 1662 y 1665. El proyecto tuvo como responsable a Justino de Neve y Chaves, canónigo de la catedral y personalidad importante en la Sevilla de su tiempo. Neve, que lo sufragó en parte de su propio bolsillo, procedía de una familia de mercaderes de origen flamenco enriquecida por el comercio con Indias. La relación profesional entre Bartolomé Esteban Murillo y el canónigo derivó en estrecha amistad. De hecho, el sacerdote fue una figura fundamental en la trayectoria del pintor, tanto por los proyectos que le encargó como por ser entusiasta coleccionista de su obra a nivel particular. Según informa su inventario post -mortem, Justino de Neve poseía una considerable biblioteca y una colección de pintura formada por ciento sesenta piezas, de las cuales dieciocho eran de la mano de Murillo.
La reconstrucción de Santa María la Blanca, que antes había sido mezquita y sinagoga, está directamente relacionada con un breve del papa Alejandro VII de 1661, el cual se inclinaba favorablemente por el culto a la Inmaculada Concepción. Tanto la Iglesia española como Felipe IV defendieron con énfasis esta doctrina, por lo que el breve pontificio fue recibido con gran júbilo, según relatan las crónicas. Murillo realizó cuatro pinturas para la decoración de la iglesia: dos grandes con forma de medio punto, que se situarían bajo la cúpula, y dos más pequeñas para los testeros. Una de las cosas que más lamentamos es que, por desgracia, una considerable parte de la producción de Murillo no ha permanecido en sus ubicaciones primitivas. Los distintos avatares de la historia provocaron que un importante número saliera de España, fundamentalmente debido al expolio sufrido durante la Guerra de la Independencia. Las cuatro pinturas de Santa María la Blanca salieron de Sevilla para siempre, aunque las dos de mayor tamaño, El sueño del patricio y El patricio y su mujer ante el Papa Liberio, fueron devueltas a nuestro país en 1816, y desde 1901 se conservan en el Museo del Prado. En mis años de estudiante de Historia del Arte, El sueño del patricio me llamaba poderosamente la atención por el especial sosiego que transmite de entre todas las obras del maestro que el museo atesora.
Estas dos pinturas hacen referencia al origen de la basílica de Santa María la Mayor en Roma. Se trataba de un tema muy poco común, por lo que el pintor debió dar rienda suelta a su imaginación. La fundación de la citada basílica estaba relacionada con un milagro que tuvo lugar a mediados del siglo IV bajo el pontificado de Liberio. La noche del 5 de agosto la Virgen se apareció en sueños a un matrimonio patricio sin descendencia, cuyo deseo era destinar sus bienes a erigir un templo en honor a la Virgen María. Nuestro artista plantea una escena de plácida siesta, no dormidos en la cama, tal vez por decoro. Según don Diego Angulo este cuadro se podría titular «La siesta», ya que su atmósfera recuerda al descanso en un caluroso día sevillano.
El sueño del patricio es una pintura de gran formato, ya que mide 2,32 cm x 5,22cm. Su tamaño semicircular se debe a que ocupaba el espacio bajo la cúpula del templo. Murillo narra el milagro con profunda sensibilidad colocando a los dos personajes en un íntimo rincón de su dormitorio, ya que la pareja se ha quedado traspuesta en la penumbra. El sueño es el tema recurrente en la literatura española del siglo XVII. No podemos olvidar La vida es sueño de Calderón o Los sueños de Quevedo. El pintor reduce al máximo los espacios de la narración, tal y como sucede en el teatro español de la época. Utiliza pocos elementos, pero bien escogidos, buscando un naturalismo que logre introducir al espectador dentro de la acción. El ambiente está presidido por una gran armonía. Se trata de una escena doméstica que emana paz y sosiego.
El patricio apoya su brazo en un bufete (mesa) vestido de rojo sobre el que descansan un libro y un trozo de tela. Reclina la cabeza sobre la mano y su rostro dormido y su postura relajada muestran una gran serenidad. Viste de manera informal una bata sin mangas, cuyas solapas de seda son de un precioso tono rosa. Bajo esta apreciamos parcialmente su traje, color pardo claro y todo abotonado. Del jubón emerge el pequeño cuello blanco de la camisa. Lleva calzones hasta debajo de las rodillas, según la moda del momento, y cubre sus piernas con medias blancas. Como calzado, unas cómodas zapatillas de estar por casa, modelo que a pesar de haber transcurrido más de trescientos cincuenta años, parece no haber cambiado mucho. El patricio está cómodamente sentado en una silla de brazos, el típico modelo español de asiento del siglo XVII. Muy cerca, en el suelo, aparece su esposa, que también se ha quedado traspuesta después de hacer la labor. La dama está sentada sobre un cojín, asiento que usaban las mujeres en España por influencia mora, y apoya la cabeza sobre un escabel.
El hecho de que aparezca sentada en el suelo nos habla del estrado, ya que en España la costumbre era que las mujeres se sentaran en el suelo sobre almohadones. El estrado era el espacio destinado en la vivienda al uso femenino. Normalmente consistía en una tarima adornada con alfombras, almohadones y muebles de pequeño tamaño. Otro elemento que hace alusión a un interior doméstico es el cesto de costura. Isabel la Católica quiso que todas sus hijas supieran coser y bordar, y Margarita de Austria, mujer de Felipe III, era famosa por sus bordados para los hospitales y monasterios. La costura ha acompañado a las mujeres durante siglos y se identificaba con la imagen de la perfecta casada.
Sobre la camisa blanca fruncida al cuello, la esposa luce una indumentaria con una atractiva y osada mezcla de colores. La falda es anaranjada, el cuerpo del vestido rosa y las mangas en dos colores, en la parte superior abiertas y abombadas del mismo color que el cuerpo, para después transformarse en verdes. Este modelo de mangas es frecuente en el siglo XVII. Podían ser acuchilladas (aberturas practicadas en el tejido de tal manera que asomara por ellos la tela de la camisa), o incluso franjas de tela separadas y dispuestas en paralelo de tal manera que la camisa quedaba prácticamente al descubierto, tal y como podemos observar en diversos retratos masculinos del mismo Murillo. En cuanto al peinado, lleva raya en medio y un moño bajo adornado con una cinta roja. El pintor reproduce este mismo peinado en otras obras, como por ejemplo en las santas Justa y Rufina. Al lado de la dama duerme su perrito plácidamente. Murillo fue muy aficionado a incluir perros en sus obras.
El perro, símbolo de fidelidad, aporta sensación de familiaridad y de ternura. Detrás de los personajes y en segundo término, aparece la gran cama del matrimonio. Se trata de un mueble lujoso que podría tener una persona pudiente en la Sevilla del siglo XVII. Las llamadas «camas de barandillas» eran costosas, sobre todo si estaban realizadas con maderas de Indias como el granadillo. Una de las partidas que las futuras esposas solían llevar en la dote era la cama de matrimonio junto con todo su ajuar, es decir, los colchones y las almohadas («bien poblados» como se decía en la época), con sus fundas, más la ropa de cama, como sábanas, colchas y cobertores. El ajuar de cama se confeccionaba con distintos tipos de lino, llamado lienzo en la época, ya que hasta el siglo XIX no se popularizó el uso del algodón. La gente pudiente usaba sábanas y fundas de almohadas adornadas con encajes.
Murillo ha sabido narrar a la perfección la escena de un milagro. A la izquierda de la composición la Virgen con el Niño surgen de los cielos en un rompimiento de Gloria. María se les aparece para señalar el lugar elegido para erigir un templo en su honor. La leyenda cuenta que el milagro de la Virgen de las Nieves ocurrió en Roma en el siglo IV. Inexplicablemente un 5 de agosto se produjo una nevada en el monte Esquilino. Tras la revelación, el patricio Juan acompañado por su esposa visitan al papa Liberio, el cual queda sorprendido, ya que él ha tenido el mismo sueño. Se encaminan al Esquilino, donde comprueban que ha nevado y que esos copos de nieve dibujan la futura planta de un templo. Esta es la preciosa historia sobre la fundación de la primera iglesia de la cristiandad dedicada a la Virgen María, Santa María la Mayor en Roma. Murillo la concibió como una escena cotidiana que con su sencillez se eleva para transmitirnos el mensaje divino. Una obra cargada de maestría, armonía y delicadeza que les aconsejo no perderse cuando visiten el Museo del Prado.
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