Reloj de arena
Antonio Smash: la señal del Tardón
Desde que percusionó por primera vez un pellejo, Antoñito llevó como apellido Smash. Ese es su santo y seña
Antonio siempre fue Antoñito . Y Rodríguez lo sería en la partida de nacimiento. Porque el apellido que lo acompañó y lo acompaña desde que percusionó por vez primera un pellejo fue el de Smash. Antoñito Smash. Ese es su santo y su seña. Su dirección de toda la vida. La obertura de una locura vital como solo podía entenderse desde las partituras sicodélicas de lo underground. Con Smash, Antoñito, salió del cascarón del anonimato para hacerse un nombre y una leyenda en aquella Sevilla que liaba boyeré, viajaba más lejos que el Concorde en vuelos sicotrópicos y se volvía majareta por una chupa de cuero negro. Les hablo de finales de los sesenta y principios de lo setenta. Cuando el gusano de la libertad empezaba a dejar de ser crisálida para volar como las mariposas de Lole y Manuel. Con solo 17 años, Antoñito ya era miembro de una de las bandas más famosas de la música española, acompañado de gente como Silvio, Gualberto, Julio Matito, Henrik el vikingo y, después, Manolo Molina, el gitano caballa que puso a moverse el garrotín como si fuera una bailarina de Jimi Hendrix.
Antoñito Smash estuvo detrás de toda aquella locura que en su «Viaje madrileño» describe con el desparpajo literario de un escritor de la generación beat, el que fuera mánager de sonido del grupo y amigo de todos ellos, Javier García Pelayo. Sentados en la glorieta de los lotos o merendando pastelillos de Ketama, aquellos jóvenes románticos, impregnados hasta las asaduras del «Manifiesto de lo borde» que escribió Julio Matito e inspiró Gonzalo García Pelayo, daban tantas alegrías como sustos. En su actuación en la sala Picadilly de Madrid, Antoñito, que era baterista de cuerpo entero y no de muñeca, abría la actuación con el «Red House» de Hendrix. Iba mojadito de Fernet Branca. Y al levantarse para alcanzar los tambores más alejados, se cayó de espaldas. Lo incorporó el mánager. Y siguió tocando y cantando, con la profundidad de los blues que duelen, pese a que su estómago devolvió íntegro, en un arqueo primoroso, lo que le sobraba. En el Parque de Atracciones, donde Torrebruno era director de escena, formaron tal taco que la peña le pedía, una y otra vez, bises. Torrebruno intentó hacerles ver que había otras actuaciones que rentabilizar. Pero Smash seguía tocando. Le desenchufaron el equipo, les fueron quitando los instrumentos y solo se quedó en el escenario Silvio invocando a los Orishas africanos de los cañaverales tocando los timbales. Acabaron en un estanque de agua las tumbadoras, Silvio y la peña que lo siguió como si rodaran Escuela de Sirenas.
Pive Amador recuerda que se hizo batería porque Antoñito se rompió la mano tras castigar a un coche por no sé qué desacuerdo con la novia. Tocaba con Silvio y Luzbel y aquella primera vez de Pive lo hizo para siempre baterista. Madrid era la capital a conquistar. Donde estaba el business, las grandes salas, los contratos pata negra, los guayabos valientes y las morenas y gitanas noches de Vallecas. También en Madrid estaba TVE.
Pepe Palau era, por aquellos entonces, el gurú de los especialistas musicales de televisión. Mantenía, serio y rotundo, que los Beatles no llegarían a nada con aquellos pelos y unas pintas tan desaliñadas. Ya saben con qué ojo debió hacer el bueno de Palau semejante pronóstico. A Smash le tenía pánico. A Antoñito le prohibió que tocase la batería con baquetas, porque los jazzmen tocaban con escobillas. Tras morir de éxito Smash, Antoñito, siguió percusionando para grupos como Goma, Pata Negra, Kiko Veneno, Granada, Lole y Manuel y, mucho después, colaboró con Santiago Auserón, la radio futura que traía veneno en la piel. Exigente consigo mismo, obsesivo y perfeccionista, con el sello mágico de los artistas del Tardón, Antoñito siguió trabajando en solitario para parir cuatro discos. Sin prisas. Con el paladar del que sabe que correr es de cobardes y de tironeros. A Pive Amador le confesó que llevaba tanto tiempo encerrado en su casa estudiando música que cuando salía a por pan compraba 15 teleras. La Lole, cuando abrazó el misticismo y se hizo seguidora de una iglesia evangélica, se lo llevó a Córdoba para que escuchara el mensaje bíblico. Allí quisieron impresionarlo con el demonio. Con esos golpes secos y al ángulo del garabato genial que domina Antoñito le contestó a uno de los evangélicos: yo al diablo me lo como con tomate. Y así debió ser porque su último disco, recién salido del horno, es un trabajo diabólicamente perfecto. Propio de un multinstrumentista como él. Se titula «No soltaré el timón». Ni falta que hace porque la nave, aunque sin prisas, va…