Reloj de Arena
Antonio Delgado «El Porrito»
Aprendió con su abuelo a pescar las angulas del Guadalquivir que le cambiaron la vida
Daría lo que fuera por haber estado allí, en aquella falúa angulera que bailaba con la corriente del Guadalquivir a su paso por Alcalá del Río, donde su abuelo José Delgado Ruiz le enseñó a pescar angulas y le pudo contar historias que brillaban en los ojos de su nieto como la luz sobre un casco cartaginés. Las largas horas de pesca en un río lleno de misterio debieron encender en aquel chico avispado y curioso la bombilla del saber, puesto que mucho de lo que la vida le exigió empezó a dominarlo en aquella barquita con su abuelo, pescando angulas como otros buscajornales del pueblo se echaban al campo para hacerse de espárragos y tagarninas.
Antonio Delgado Quiles heredó de su abuelo el arte de pescar , de imaginar cascos cartagineses en el fondo del río y el apodo familiar que llevó la saga de los Delgado: El Porrito. Un porrito que no tenía nada que ver con Ketama ni con Assilah. Un Porrito sin risa y con la dureza de la vida de aquellos años sesenta que te pedían más de lo que podías darle. El río estaba infestado de angulas. Y con eso tiraban muchas familias de la localidad ribereña. Un buen día, un alicantino, Vicente Benavente Padilla, pensó que eso podía dar mucho dinero y le encargó al Porrito que comparara todas las angulas que pescaban sus paisanos. Así lo hizo y así fue como empezó a dejar la barca con sus nasas para echarle las redes a la fortuna.
«El negocio creció y hubo transferencias bancarias de hasta setecientas mil pesetas de las de hace más de 40 años»
No era infrecuente ver salir para Sevilla una furgoneta con doscientos kilos de angulas. O un camión cisterna con setecientos kilos buscando manteles en Aguinaga, Usúrbil, Madrid y Francia . Vicente Delgado, uno de los hijos del Porrito lo recuerda con memoria fresca, tal y como si hubiera sucedido ayer. Y cuenta cómo el alicantino compró un corral en la calle Mesones que lindaba con el río, para que su padre pesara y preparara las angulas. Antes de salir para alegrar paladares, El Porrito las metía en un caldo hirviendo hecho con cuarterones de tabaco, luego las hervía en agua clara para blanquearlas y después las distribuía por los bares con enjundia de Sevilla: Baturones, Clavijo, La Alicantina, La Isla…El negocio creció como una marea de Santiago y hubo transferencias bancarias de hasta setecientas mil pesetas de las de hace más de 40 años. El Porrito era rumboso, jaranero, amigo de la manzanilla y de los saraos, despegado del dinero y siempre dispuesto a gastárselo en la jarana.
«El negocio creció tanto que las angulas de Alcalá del Río llegaban a Aguinaga, Madrid y Francia»
Pepe Camacho , empresario nocturno, propietario del Califa, da fe de cerca de cuarenta mil pesetas que dejó en su local tras una convidá masiva. En las tertulias de la Noche del Baratillo , en un día 13 de junio, festividad de San Antonio, pagó la lápida de cincuenta invitados, locos por la poesía y por mover el bigote con la rima agradecida de la amistad. A un viejo de 90 años del pueblo, que jamás había visto el mar, lo montó un día en un taxi y se lo llevó hasta Orio, que conocía bien porque allí hizo la mili. El viejo vio el mar, metió los pies en las frías aguas cantábricas y luego, emocionado, El Porrito y él se metieron en el taxi y regresaron a Alcalá. Pero el viaje largo se lo pegó cuando se casó con su segunda esposa. Una ribereña que trabajaba en Madrid y vino a ver a la familia.
En cuatro días la conoció, preparó los papeles y se casaron. El despiste fue de 3 meses, recorriendo la pareja en viaje de novios todo el norte de España hasta Zaragoza. Dudo que Agustina de Aragón le hubiese aguantado el ritmo al Porrito. Su hijo Vicente dice que no se hizo rico porque lo que entraba por la puerta de los dineros salía por la de los gastos. En Las Golondrinas, cerca de la becqueriana venta de Los Gatos, se compró un bar, un piso y un sótano, todo martín martín, como el que compra medio kilo de caballas. El bar era una avanzadilla de su venta ribereña. Y el gobernador Utrera Molina, muy amigo de la familia, la frecuentaba y hacia la vista gorda con lo que pasaba en el sótano.
«El Porrito no se esclavizó al dinero y legendarias fueron las convidás masivas que hizo entre los amigos»
Allí se montó una timba donde se jugaba al «Escarram», un alarde de naipes para jugativos, del que se salía como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando ruina gorda. El que ganó siempre fue Vicente su hijo, por entonces ayudante del bar y receptor de las propinas de los clientes. Un millón de pesetas le costó un piso que se compró en la barriada El Rocío con el dinero de las gratificaciones. A la venta iban buscando angulas y tortilla en salsa Marisol, La Camboria, Marifé, Lauren Postigo, Juana Reina, El Lebrijano, Camarón, Paca Rico, El Pali. Y toreros como Ordóñez, Puerta, Curro, Camino y Arruza. Nunca buscó la fama. Pero le caía encima. Iñigo lo llevó a la tele donde, fiel a su estética, apareció con la boina y su purito a medio gastar en la boca. Luego, más tarde, se sentó al lado del Perro Verde de Quintero y también le contó sus cosas a Los Ratones Coloraos del genio de San Juan del Puerto. Su venta está cerrada por culpa de la autovía. Pero su hijo Vicente la mantiene intacta. Como si mañana fuera a abrirla para convidar a cincuenta gargantúas brindando al cielo que no falte de ná…