523 PERSONAS SIN HOGAR EN SEVILLA

Los «ángeles de la guarda» de las personas sin hogar

El ingeniero Pablo Linares, voluntario de la Orden de Malta, conoció a Juan Carlos, exadicto al alcohol y la heroína, en la Plaza del Pumarejo, donde había estado viviendo y durmiendo casi veinte años. Sobre cartones nació una hermosa amistad

Juan Carlos Delgado y Pablo Linares hace unos dias en la Alameda de Hércules Juan Flores

Jesús Álvarerz

Juan Carlos Delgado tiene 48 años, reza cada noche, lee el periódico y trabaja en una empresa sevillana de serigrafía (Pampling, el Pulpo y su Tinta) desde hace un año. Por su aspecto nadie diría que este hombre ha estado viviendo veinte años en la calle y que sólo hace tres dormía junto a las murallas de la Macarena , junto a otras personas sin hogar. Entonces era «Carlos, el del Pumarejo», pesaba sesenta kilos, quince menos que ahora, y bebía unos diez litros de cerveza al día.

Las vidas de J uan Carlos Delgado y Pablo Linares , un ingeniero de edificación casi de su misma edad (47) que tiene su vivienda junto a la Plaza del Pumarejo, se cruzaron hace ahora cinco años. Como los demás voluntarios de la Orden de Malta , este profesional sevillano cruzó aquel día por esa plaza donde se «ponen» algunas personas sin hogar y fue a preguntarle a Juan Carlos , tirado en la calle, si podía ayudarle. Llevaba consigo un termo con café que aquél rechazó. «No quería nada pero yo siempre le preguntaba si necesitaba algo , hasta que un día nos dijo que sí, que ya no podía más y que, por favor, le ayudáramos», dice Pablo.

Este voluntario sevillano empezó por ponerle en regla su documentación personal y su cartilla sanitaria , que llevaba varios años extraviada, y un Jueves Santo lo acompañó al médico, por primera vez. «Fue chocante ir con él, con el aspecto que tenía entonces, a un centro de salud lleno de gente en un día tan señalado en Sevilla, donde todo el mundo iba tan bien vestido y arreglado» , recuerda este ingeniero. «Me acuerdo de que hasta al médico le chocó su presencia», dice.

Casi todas las personas sin hogar de Sevilla llevan entre 5 y 12 años en la calle y tienen hipertensión, diabetes, anemia o colesterol; algunas sufren enfermedades graves susceptibles de acabar con su vida, pero ninguna de ellas quiere ir al médico por iniciativa propia. Saben el rechazo social que produce su presencia en un ambulatorio o un hospital y sólo aceptan pasar por ese mal trago si van acompañadas por alguien con un aspecto «normal». Aquel día Juan Carlos tenía unas greñas desaliñadas y una barba entrecana que no pasaban desde hacía años por las tijeras de un peluquero.

Juan Carlos, cuando vivia en la calle (43 años) y pesaba 60 kilos. Aqui, su aspecto actual ABC

En El Corte Inglés

Recién estrenada su mayoría de edad cayó en las garras del alcohol y desde ahí la caída fue lenta pero imparable. «Trabajaba en El Corte Inglés y allí trataron de ayudarme. Con las malas compañías del barrio, pronto pasé a la heroína», cuenta Juan Carlos. Sus padres se separaron cuando nació su hermano pequeño y se hizo cargo de ellos su abuela paterna de Sevilla. «Mi madre era muy joven cuando nos tuvo y se quedó en Canarias. Mi padre murió de un cáncer de pulmón cuando yo tenía 23 años y a mi madre le dio un infarto poco después. Solo la vi tres veces en mi vida», dice. El cáncer se llevó también por delante a dos tíos y a punto estuvo de hacerlo con su hermana, a la que no ve desde hace veinte años.

Pocos años después, cuando su abuela ya no pudo soportar la convivencia con una persona adicta a las drogas que le pedía dinero a diario y vendía cualquier mueble o electrodoméstico de la casa para pagarse su adicción, se quedó en la calle. « Mi abuela se fue harta de mí y yo me quedé solo en el piso, que era de alquiler. El desahucio fue rápido y salí de allí solo con un bolígrafo. Esa fue mi primera noche sin un techo donde refugiarme -cuenta-. Estuve llorando durante muchas noches porque pensaba que eso no me podía pasar a mí». Fue el inicio de casi veinte años viviendo en la calle.

Rafa, el electricista

Rafa, de 51 años, junto a Luis, ingeniero y voluntario de los Redentoristas en el Centro Amigo ABC

Rafa tiene 51 años y también estuvo varios años sin visitar una peluquería (los cuatro que estuvo viviendo en un cajero más los dos que lo hizo en un coche abandonado). Igual que Juan Carlos, tardó varios meses en aceptar la ayuda de Luis , 56 años, un ingeniero prejubilado de Endesa que reconoce estar agradecido a la vida y dispuesto a devolverle una parte de lo que le ha dado ayudando a los que menos tienen. Y Rafa no tenía nada cuando lo vio por primera vez en un cajero del BBVA de la Gran Plaza , donde dormía hasta hace dos años.

Como hacen casi a diario los ochenta voluntarios redentoristas del proyecto Donders que salen a la calle para ayuar para personas sin hogar, Luis le preguntó a Rafa si necesitaba algo. Él trataba de salir de la heroína que compraba a diario cerca de allí, en Los Pajaritos, y que le estaba dejando en los huesos, sin familia y sin amigos. Este electricista sevillano, que se metió en la droga «por diversión», tuvo también sus buenos años de joven, ganando dinero como empleado de un taller y con una extensa vida social y sentimental. Cuando hace dos años se cruzó con Luis en el cajero, Rafa, como Juan Carlos, tampoco quería ayuda de nadie: «Las personas sin hogar también tenemos nuestros días malos».

El primer día bueno que tuvo permitió que Luis le ayudara a poner su documentación en regla, paso imprescindible para solicitar una cita en el ambulatorio o cualquier ayuda social. El camino de su rehabilitación fue despacio y registró una parada de casi un año en la cárcel de Sevilla ; pero en cuanto salió de prisión, Rafa le le dijo a Luis que quería recuperar su vida y estaba dispuesto a luchar por ello. Ahora lleva un año y siete meses sin consumir ( «un año y siete meses sin arrepentirme a diario de hacerlo», dice) y realiza un taller de formación en el Centro Amigo que Cáritas tiene muy cerca de la capilla de los Marineros.

Allí esta organización tiene 56 plazas para personas sin hogar que gestiona con la ayuda de 18 técnicos y unos 250 voluntarios. « La cárcel no se la deseo a nadie pero a mí me ayudó a salir de la droga y del cajero », confiesa Rafa, cuyo rostro anguloso delata aún los estragos de su vida anterior. Este exheroinómano se muestra optimista respecto al futuro y enormemente agradecido a Cáritas y a todos los voluntarios como Luis que se esforzaron en ayudarle. Especialmente, al Centro Amigo, donde vive y se prepara día a día para poder dar el salto a una existencia autónoma y normalizada .

El mismo salto que dio Juan Carlos, tras pasar catorce meses allí y superar con éxito en el hospital de San Lázaro (esta vez, sí) un durísimo proceso de desintoxicación. Juan Carlos dejó el Centro Amigo el 2 de noviembre del pasado año y el día 5 obtuvo un contrato de trabajo en una empresa de serigrafía (El Pulpo y su Tinta, del grupo Pampling) que apuesta por dar oportunidades a personas en situaciones difíciles. Su jefe, Pablo Huertas , de 25 años, cuenta a ABC que «teníamos dudas, cuando lo contratamos, de si se adaptaría, pero Juan Carlos tenía tantas ganas que superó nuestras expectativas. Aportó muchos valores a los compañeros, la mayoría mucho más jóvenes que él, y estamos muy satisfechos con su evolución en la empresa después de un año con nosotros».

Lola Valenzuela, coordinadora del Centro Amigo, cuenta que «hay personas sin hogar de 50 años que nunca se han enfrentado al mundo laboral. Todos quieren salir de ahí pero tienen miedo de fallar, de recaer, de no dar la talla en el trabajo . Siempre han escuchado lo mal que lo han hecho en su vida y que no valen para nada y tienen muy interiorizado un gran complejo de inutilidad», cuenta.

La historia de la mayoría de las personas que acaban en la calle es una «historia de pérdidas», de empleo, de dinero, de salud mental y física. La peor pérdida de todas es la de la familia, «que es el paso previo y último a acabar tirados en una plaza», dice Valenzuela, que lleva mucho tiempo tratando a estas personas.

Eso es lo más difícil de recuperar porque la ruptura suele producirse después de un gran sufrimiento causado a sus familiares. «Se puede recuperar la salud, los ingresos económicos , el trabajo, pero la familia es, algunas veces, imposible», añade. El arrepentimiento es un sentimiento común en ellos pero a menudo no es suficiente para recuperar su vida anterior. Juan Carlos espera reencontrarse pronto con su hija, de 27 años, y conocer a su nieta, de 5. Rafa también intenta hacerlo a su vez con su hermana, la única familia que le queda. Los dos confían en que la vida les dé también en esto una segunda oportunidad.

El número de personas sin hogar sigue creciendo. La salida de la crisis no se nota, según Cáritas

El número de personas sin hogar no deja de aumentar año a año, en Sevilla y el resto de Andalucía, según datos de Cáritas, que tiene censados a 523 en la capital andaluza. Hasta hace poco Juan Carlos y Rafa formaban parte de ese censo pero su extraordinaria transformación, la que les hizo abandonar esa lista, no es, por desgracia, lo habitual. «Es muy difícil sacar a una persona de esa vida y algunos se mueren en la calle sin que nadie diga nada ni salga ninguna noticia en los periódicos. Hace poco murieron dos en la zona de la Macarena », lamenta Luis.

Lo que le ocurra a estas personas no suele importar a casi nadie porque la mayoría no tienen familia o perdieron el contacto con ella por culpa de sus adicciones. « Me arrepiento mucho de todo lo que le hice pasar a mi abuela -cuenta Juan Carlos-. Lamento que ya no viva para poder pedirle perdón y que me vea recuperado, como yo era antes. A mi hija le he hecho mucho daño y espero que me perdone. Me gustaría que entendiera que, cuando me drogaba, no era yo».

Más de la mitad de las personas sin hogar de Sevilla son españolas. El resto son rumanas, polacas, argelinas, italianos, marroquíes y sudamericanas

Más de la mitad de las personas que están en la calle son españoles, a los que se unen rumanos, polacos, argelinos, italianos, marroquíes y algunos iberoamericanos. Se ponen donde pueden o donde les dejan: en las inmediaciones de la estación de Santa Justa o del estadio del Sevilla, en la Gran Plaza , cerca de los grandes hospitales Virgen Macarena o Virgen del Rocío o en los alrededores de la Plaza Nueva. Aquí se juntan muchos hasta que amanece y la Policía o los encargados de las tiendas les invitan a marcharse.

En Las Vegas (EE.UU.) los están metiendo directamente en la cárcel y en Nueva York los introducen en autobuses con billete de ida a destinos lejanos de la Gran Manzana. En Sevilla estamos muy lejos de eso, pero también sufren humillaciones y agresiones por parte de algunas personas. En opinión de la catedrática y filósofa Adela Cortina , «los españoles no somos xenófobos ni odiamos a los extranjeros: lo que odiamos es la pobreza».

La aporofobia, el término que designa ese rechazo a los pobres, existe en toda España. Y en Sevilla, como en otras ciudades, las personas sin hogar sufren de cuando en cuando agresiones físicas y verbales. Les orinan en sus colchones para que se alejen de las zonas de viviendas o les dejan excrementos caninos en sus escasas pertenencias. Alguna vez, también a ellos. «En la calle se muere de enfermedades o de frío y a algunas de esas personas las han intentado quemar -cuenta Pablo Linares-. Se empieza por un insulto o por tirarles un plátano; y luego pasan a cosas mayores como la gasolina. A una señora que dormía en un cajero del BBVA de la Encarnación la intentaron quemar así» .

Más gente buena que mala

«Sin embargo, hay mucha más gente buena que mala en Sevilla», cuenta Juan Carlos, que habla de este asunto con el conocimiento de causa que le proporcionan dos décadas durmiendo en la calle. No sólo les ayudan gente como Pablo, Luis o los voluntarios de Cáritas, de la Orden de Malta, Donders o de otros colectivos, sino los vecinos que pasan junto a ellos a diario. «A veces me dejaban cinco euros en mi colchón de la Macarena o me dejaban un bocadillo o galletas», recuerda Juan Carlos. Rafa agradece también la ayuda de algunos inquilinos o propietarios de uno de los bloques de la Gran Plaza en cuyos soportales extendía una vieja sábana para domir. «Me traían comida y mantas y a veces ni me enteraba», comenta.

Luis, su ángel de la guarda, reconoce que años atrás solía pasar cerca de personas sin hogar a las que ni siquiera veía. «A mí me pasaba lo que a mucha gente en Sevilla, que no los ve, como si fueran invisibles -comenta-. Afortunadamente, cuando dejé de trabajar y pude contar con más tiempo libre, empecé a verlos y a preocuparme por ellos. Hay que romper con esa invisibilidad de las personas sin hogar», dice.

En las calles de Sevilla duermen desde chavales de 19 años que se han ido de sus casas hasta ancianos de 87

En las calles de Sevilla duermen chavales de 19 años que se han ido de su casa por el motivo que sea, junto a ancianos octogenarios. Luis recuerda a uno de 87 años: «Vivía en los soportales de un edificio de la avenida de Menéndez Pelayo. Al principio no quería hablar con nosotros pero seguimos insistiendo hasta que acabamos descubriendo que era sordo y que por eso no nos hablaba -cuenta-. A partir de ahí, conseguimos comunicarnos con él y hablar con Recursos Sociales del Ayuntamiento para conseguirle una plaza en una residencia. Ahora está allí, bien atendido y comiendo bien». Con esa edad ese anciano no hubiera sobrevivido muchos días en la calle. El frío hace estragos por las noches y la Corporación ha habilitado 498 plazas en albergues y otros centros municipales para que estas personas puedan pasar a cubierto las noches invernales.

Reconoce Juan Carlos que le da mucha pena ver a gente viviendo en la calle, como estaba él hace tres años o su hermano pequeño, también adicto a las drogas y al que estuvo ayudando hasta hace pocos meses. «Él sólo quería dinero y yo se lo daba, pero hubo un momento en que tuve que dejar de hacerlo porque no le estaba ayudando a salir de su adicción y a mí me hacía falta para poder pagar el alquiler», cuenta emocionado. Su hermano ha logrado ahora una habitación gracias a uno de los curas de la Macarena, donde intenta curarse y seguir su ejemplo.

Juan Carlos reconoce que llora cuando piensa en todos sus excompañeros, pero que no tiene fuerzas para acercarse a los sitios donde pasó tantos años, tanto frío y tanto miedo: la plaza del Pumarejo, las murallas de la Macarena, los alrededores del hospital . «Desde que me curé, no puedo pasar por allí porque aún tengo miedo de volver a caer», dice.

El primer café al que Juan Carlos invitó a Pablo certificó la amistad duradera de ambos: «Ayudarle a salir de la calle es de una de las mejores cosas que he hecho en mi vida», dice este ingeniero de edificación

Juan Carlos ha dado testimonio de su lucha por superarse y de su transformación personal en la Universidad Loyola y en el colegio de las Esclavas . Un profesor de este colegio sevillano le dijo tras abandonar el abarrotado salón de actos en el que acababa de intervenir que nunca vio en su vida docente a «estudiantes tan atentos a una charla» . Hace dos semanas, Rafa dio también su testimonio en la parroquia del Santísimo Redentor, donde habló de su adicción a la heroína, de su caída al abismo de la marginación, de sus intentos por salir de él y de cómo una adicción te hace perderlo todo (familia, amigos, dinero ) pero, sobre todo, tu dignidad.

Rafa le dijo a los jóvenes alumnos de las Esclavas que si no sale de ti la fuerza para salir de una adicción, no lo lograrás, pero que «si no te ayuda alguien, es imposible conseguirlo». Luis estuvo presente en esa charla escolar y cuenta cómo fue ese testimonio: «Había adolescentes del barrio a los que conozco, y que sólo están pendientes de sus móviles, que se olvidaron de ellos al empezar a escuchar su relato. Estaban impactados», recuerda. « Luego tuvimos una comida estupenda », dice Rafa sonriente. Su amigo Luis va a recogerlo todas las semanas al Centro Amigo de Triana para dar una vuelta con él por esas calles donde vivía antes entre cartones. Normalmente suelen tomar un café en algún bar antes de volver y entonces Rafa se siente orgulloso de sí mismo, del camino recorrido en los últimos dieciocho meses. «Es estupendo sentirse así», dice.

Así de estupendo debió de sentirse también Juan Carlos cuando pudo invitar por primera vez a un café a Pablo, su ángel de la guarda, en un bar de la Alameda. «Él ya había alquilado su piso y estaba trabajando en Pampling, donde ha dado e l callo desde el primer día», cuenta Pablo. Juan Carlos, que le había pedido consejo días antes sobre el contrato de arrendamiento de esa vivienda (llevaba muchos años sin compometerse a nada y sin firmar ningún contrato) insistió en invitarle, en pagar él ese café; y debió de ser un gran momento para los dos después de varios años de momentos tan difíciles. «Contar con su amistad, que será para siempre, y haberle podido ayudar a salir de la calle, a aportar mi pequeño granito de arena, es una de las mejores cosas que he hecho y de las que me siento más orgulloso», confiesa este ingeniero de edificación respecto a la que ha sido, tal vez, la mejor obra de su vida.

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