Reloj de arena
Andrés Moro González: Las perlas del Moro
Educado, culto pese a no haber pisado facultad, dominaba dos idiomas y el sentido del humor más desconcertante
Verlo en persona te transportaba. Porque no sabías bien si estabas ante un personaje escapado de la imaginación portentosa de Valle Inclán o, por el contrario, era una aparición de un desgastado consumidor de te en un cafetín de Tánger. Sus barbas, sus canas, sus túnicas y babis, sus zapatillas de paño, su aversión a la publicidad, su olfato de catador para el dinero dibujaba la estampa exótica y estrafalaria de uno de los anticuarios más poderosos de Sevilla.
Durante un tiempo usó un charré para desplazarse por la ciudad, como hacia el marqués de Contadero en su araña o la duquesa de Medinaceli en su coche encapotado. Pero enganchaba la luz eléctrica de una farola colindante con su casa de Argote de Molina . Nombrarle a Hacienda lo descomponía. Amaba el dinero tanto como no gastarlo. Y uno de los secretos mejor guardados de la Sevilla de su época fue el peso de la fortuna que tenía blindada en su cuenta corriente. El Moro, como se le conocía, lo mismo vendía que compraba . Desde presuntos cuadros del Greco a casas de aristócratas locales en estado de alarma económica. Dicen los anticuarios que le conocieron que tenía rayos X en los ojos.
Un técnico de Telefónica fue a arreglarle el teléfono a su casa. Y salió de aquel laberinto asfixiado y con el susto en la boca. Al parecer vio sobre la colcha de la cama de El Moro unas migas de pan. Y le preguntó al anticuario qué era aquello. La respuesta explicaba la desazón del técnico: migas de pan para que las ratas no me coman los pies.
El Moro, en cambio, se moría por comer la morralla de los cartuchos de cabezas y colas de pescao frito que compraba en La Isla. Muchas de aquellas extravagantes posturas formaban parte del personaje que él mismo se creó a base de s ocarronería y sentido del humor. Estaba en el taco. Pero a algún colega de profesión le pidió más de una vez, en actitud pedigüeña, que cuando se le quedara chica la chaquetita que llevaba que por favor se la diera. Su fama trascendió. Quizás por la osadía que tuvo, cuenta su currículo, de tangarse con la señora del pazo de Meirás, a la que le vendió un bodegón velazqueño que, al parecer, había copiado aquel grandísimo pintor que trabajaba a sus órdenes: Olaya Araiz.
«A mitad de camino entre un personaje de Valle y un bebedor de té en un cafetín de Tánger, fue un anticuario entre la realidad y la leyenda»
Dicen que cuando venía por Sevilla, El Moro, sabiendo que no pecaba de generosa ni desprendida a la hora del pago, tabicaba algunas de las habitaciones donde se guardaban sus perlas más auténticas. Sus mejores piezas. Un magnífico fotógrafo italiano, que trabajó, entre otras firmas, para Dolce&Gabbana y la agencia Magnum, Ferdinando Scianna, le hizo un maravilloso reportaje fotográfico en el arranque de los ochenta. El Moro lució en todo su esplendor tenebrista. En algunas de aquellas fotos aparece junto a su hermana Flora, que fue profesora de la Escuela Francesa. No era difícil verlo mariscar por el Jueves a ver qué descubría en aquella pleamar chamarilera.
Y frecuentaba la l ibrería de Mercedes en la calle Rivero . Cuando San Telmo cambió de manos, acuñó un latiguillo que ponía en el anzuelo para que sus clientes picaran como picó la señora del pazo de Meirás: esa araña de cristal y porcelana azul es del palacio de San Telmo… No se sabe de dónde las sacaba. Porque una vez vendida ofertaba otra igual y así hasta que vendió más arañas que las que convirtieron los ángulos oscuros de sus viviendas en su ecosistema preferido.
Cuando los anticuarios sevillanos lograron alcanzar un acuerdo con el Ayuntamiento para celebrar en los bajos del Marqués de Contadero sus ferias, fue invitado insistentemente a que fuera. Pero El Moro, como los murciélagos, detestaba la luz, la claridad, el resplandor de la exhibición y la notoriedad. A regañadientes aceptó la invitación y se llevó una mesa de camilla y un cuadro. Para no hacer ruido. Para no levantar las sospechas que él solo conocía. Pero no olvidó lo que realmente le interesaba: su agenda de contactos y su capacidad para llegar a acuerdos allí y cerrarlos en su tienda.
Cuando murió en junio de 1999 , hay ojos que aún recuerdan cómo los trailers salían de Argote de Molina cargados de azulejos, marfiles, cómodas de caoba, dolorosas y crucificados camino de Marbella. Allá, un colega suyo italiano, Angelo Salamini, habilidoso como un malayo y capo de una adinerada clientela, fue colocando en las casas más poderosas las perlas del Moro, un antiguo y valioso collar ensartado entre la realidad y la leyenda…
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