Historia de la Fábrica de San Diego
El inglés que trajo a Sevilla la era del vapor
El emprendedor Nathan Wetherell forjó la primera gran industria privada de la ciudad y colaboró a la importación de maquinaria inglesa desde grandes centros fabriles como Birminghan

Una mañana de julio de 1817 un centenar de sevillanos asistía a un acontecimiento singular en la larga historia del Guadalquivir. En el muelle situado frente a San Telmo comenzó a humear la chimenea del Real Fernando, una pequeña embarcación de pasajeros que inició ... su travesía con rumbo a Sanlúcar «sin bajar nunca de cuatro millas por hora, y a veces a seis sin esforzar la máquina ni darle todo el impulso de que es susceptible», según reflejó la crónica de la 'Gazeta de Madrid'. La capital de Andalucía se convertía así en una de las ciudades pioneras en la navegación propulsada por vapor (en las aguas del Mississippi había comenzado apenas seis años antes). El Real Fernando se había construido en un modesto astillero de Los Remedios a partir de un motor adquirido en Birmingham. ¿Cómo se había establecido la conexión del taller hispalense con las nuevas tecnologías inglesas que hizo posible ese pequeño prodigio? La historia de la llegada del vapor a Sevilla se produce de forma azarosa, tres décadas antes, en el barrio londinense del Soho. Allí vivía Nathan Wetherell, un maestro curtidor que se convirtió en el primer gran industrial privado de la era del vapor en Sevilla, cuya peripecia fue rescatada por la profesora María José Álvarez Pantoja.
El viaje de Wetherell a Sevilla respondía, en realidad, a una inquietud nacional. Las Sociedades Patrióticas nacidas al calor del despotismo ilustrado habían diagnosticado el preocupante atraso de la economía española en relación con las nacientes potencias industriales. La Corona quería patrocinar la llegada de técnicos foráneos capaces de desarrollar en España modernos complejos fabriles con nuevas técnicas y maquinarias. Con este cometido viajó a la capital de Inglaterra el maestro zapatero Bernardo Arochena en busca de alguien capaz de desarrollar en Sevilla una avanzada fábrica de curtidos. El agente real contactó con el joven Wetherell, huérfano de padre desde niño, que tras aprender el oficio en el taller de un maestro había organizado su propio establecimiento. Su afán emprendedor le llevó a aceptar la oferta de Arochena, que prometía todo tipo de facilidades burocráticas para iniciar una nueva empresa en Sevilla.
Pese a todo, arrancar un negocio por estas latitudes nunca ha sido fácil. El zapatero Arochena, aprovechando las importaciones de maquinaria para la nueva compañía, introdujo en España otro tipo de enseres de contrabando, por lo que fue arrestado y dejó solo a Wetherell, que debió porfiar directamente en Madrid con el entonces Ministro de Hacienda para defender sus derechos y sellar el acuerdo final. Logró que la Corona le hiciera un empréstito de 800.000 reales y le proporcionara los cueros de vacuno, utensilios para la manufactura y la ayuda para realizar la adaptación del edificio que acogería la factoría. El empresario inglés se asoció con los sevillanos Patricio García Ramírez y Carlos Elías Delgado, que aportaron una parte del capital para levantar la Real Fábrica de Curtidos. El emplazamiento elegido fue el antiguo Convento de San Diego, junto a San Telmo y la Fábrica de Tabacos.El comienzo debió ser febril. Wetherell trae en 1784 equipos, herramientas y personal inglés cualificado. Se abastece de pieles en el matadero de Sevilla y en plazas de ultramar como Buenos Aires, y logra permisos para exportar sus mercancías al Nuevo Mundo.

El investigador Ezequiel Gómez, que ha accedido a los archivos de la familia, recuerda la descripción que el hijo de Wetherell realizó de la peripecia de su progenitor. «Prosperó en sus negocios como fabricante de equipamiento para el ejército hasta la primera invasión francesa de 1808», rememoró. «Durante varios años curtió semanalmente quinientas pieles de vacuno e igual número de pieles de caballo; éstas eran luego transformadas en sillas de montar, arneses, botas, zapatos, mochilas, correas, morriones... en sus propias dependencias», lo cual generaba un trasiego de cientos de trabajadores, entre los que estableció su propio sistema de previsión social (abonando parte de los sueldos en caso de baja por accidente o enfermedad). El viajero inglés Joseph Townsted relató que «en la fábrica había curtidores, zurradores, proveedores de fieltro, talabarteros, boteros, guanteros, fabricantes de caucho y cinturones» que sumaban más de cuatrocientos empleos fijos.
La estampa del viejo convento de San Diego debía prefigurar la imagen de una incipiente ciudad industrial, con el dinamismo del acopio de materias primas de todo tipo y los vertidos que arrojaba al Guadalquivir. En su época de esplendor Wetherell expandió sus negocios a otras actividades, como la agraria (arrendó molinos harineros en el curso del Guadaira y tierras como las de San Isidoro del Campo en Santiponce o la Hacienda de Quintos en Dos Hermanas); también forjó nuevas industria (fundó una fábrica de regaliz con la familia inglesa Wisseman y se asoció con algunos de sus trabajadores para fundar fábricas de curtidos en Marbella y Málaga).
La decisión que aceleró la llegada de las máquinas de vapor a Sevilla fue su entrada en el capital de la Compañía del Guadalquivir, que nació para mejorar las condiciones de navegabilidad del río (lastrado por su poco calado y por sus sinuosos meandros). El proyecto lo diseñó el marino Alejandro Briarly (con quien tuvo serios desencuentros) y estuvo comisionada por el ministro sevillano Francisco de Saavedra (al que le unió una estrecha amistad). En diversos viajes a Inglaterra su mujer y su hijo Juan traen tratados sobre máquinas de vapor y sus diferentes aplicaciones, y sus gestiones fueron decisivas para acometer la importación de los primeros ingenios, que se utilizaron en el citado Real Fernando y en otra embarcación con bateas —bautizada como Reina Isabel— que tuvo como misión dragar el fondo del río.

También compraron máquinas para tratar de poner en cultivo de las tierras del entorno de Isla Menor y para la explotación de las minas de Villanueva del Río.
La propia fábrica de curtidos de San Diego utilizó una máquina de vapor, el corazón de toda su actividad industrial, que se disponía para diferentes usos (desde mover sierras a propulsar tornos para tornear metales o piedras para moler), y a cuyo funcionamiento asistió fascinado el rey Fernando VII en 1823.Pese al orgullo de haber sido el primero en España, el Real Fernando tenía grandes limitaciones. El ilustrado José González Montoya aseveraba que la mala construcción de sus galerías le impedían salir a mar abierto en momentos de oleaje y que «era tan reducido a la menor expresión, que pese a ser único en toda la Península, es inferior a cuantos he visto, porque ni llega a treinta varas su largo de popa a proa».
Wetherell constató la complejidad de realizar negocios en la ciudad. Uno de los problemas que impidieron la evolución futura de sus negocios fueron los impagos de la administración.
No debió ser fácil proveer al ejército en los tiempos de la invasión napoleónica y las revueltas liberales. En 1821 el Estado tenía reconocida una deuda con este empresario superior a los 630.000 reales «cuyo cobro obsesionó al hijo de Nathan durante toda su vida», señala Ezequiel Gómez Murga. No fue el único problema con el que se topó. Tras el ingente trabajo que conllevó la transformación del convento de San Diego, los frailes exigieron la restitución del edificio (éstos habían sido alojados en unas dependencia de los jesuitas que tuvieron también que devolver con la vuelta de la orden a España). Esto obligó al empresario comprar una serie de inmuebles para permutar el edificio que ascendió a casi 400.000 reales.
Estas tribulaciones le llevaron a escribir que prefería la vida de un artesano «que cena con moderación y se va a la cama sin preocupaciones, a la del que tiene grandes negocios y tiene facturas para pagar la semana siguiente y no puede ver claramente cómo va a conseguir el dinero». Tras su muerte el negocio no tuvo continuidad y los activos de la empresa se vendieron para saldar deudas. Su llegada sirvió para dinamizar la sociedad sevillana.
Su primera casa estuvo en la misma fábrica de San Diego, donde le visitó el viajero romántico Washintong Irwing, con quien trabó amistad. Su entrada en la Compañía del Guadalquivir le conectó con los círculos ilustrados (como el propio ministro Arias de Saavedra) y con los principales comerciantes y hacendados de la ciudad.
Falleció en 1831 tras cuatro décadas en las que desplegó una actividad inusitada en una ciudad en decadencia.Cuando el duque de Montpensier adquirió San Telmo para albergar una corte 'chica' en Sevilla desde la que aspirar a la corona de España, compró también los terrenos aledaños, como el viejo convento de San Diego. El noble francés se encontró allí el enterramiento del emprendedor británico y recibió una carta de su hijo, Juan Wetherell, pidiendo respetara la sepultura, como así hizo. Con la donación de los terrenos a la ciudad, sus restos se trasladaron al cementerio inglés de San Jerónimo, donde aún reposan.
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