La mala gestión le obligó a llevarse comida de su casa
«Tenía que limpiar el baño del Virgen Macarena y hasta compré un bidé»
Relato de los 65 días de calvario que sufrió una mujer en el hospital con su marido ingresado
Tuvo que limpiar el baño, llevarse comida de su casa, comprar un bidé y evacuar las bolsas de orina para reutilizarlas porque no había más, por no citar el sufrimiento que soportó por la falta de atención y la «mala gestión».
Una vecina de la localidad sevillana de La Campana ha narrado a ABC los 65 días de calvario que pasó con su marido ingresado en el hospital Virgen Macarena de Sevilla, en donde hay magníficos profesionales que trabajan contrarreloj «no con pocos recursos, sino muy mal gestionados», señala, destacando así una de las conclusiones que ha sacado de esos meses de angustia y sinvivir junto al «trato exquisito de la supervisora de planta»
El marido de María Josefa Herrera Jiménez ingresó el pasado 28 de mayo directamente de consultas externas para ser tratado de una colitis ulcerosa mediante corticoides intravenosos. Pasaban los días y el paciente se encontraba cada vez peor hasta el punto de que su esposa empezó a apuntar todo lo que tomaba y hacía —iba al baño hasta 16 veces al día— «porque le seguían dando la pastilla para la tensión aunque la tuviera por los suelos».
De esos primeros días lo único bueno que recuerda es que le dieron una habitación individual, tal vez porque su marido necesitaba ir al baño muchas veces.
A pesar de estar en la habitación individual, que poco le duraría, cada día que pasaba era peor «con dolores terribles, muchas hemorragias y pasando un puente de San Fernando terrorífico, ya que no apareció ningún médico por la habitación en tres días».
Entonces, y según relata, empezaron a preparar un cambio de tratamiento y llegó el fin de semana, «como de costumbre, sin médico». «A las diez de la noche — sigue— la tensión de mi marido era de 7,5 y 4,5, por lo que la enfermera pidió un médico que, sin verlo, dijo que se le subiera el suero».
La familia se dio cuenta de que los dolores provenían en parte de un bulto que le estaba saliendo entre la ingle y el glúteo. El hijo fue a ver a su doctora para decirle que el padre se estaba muriendo. Fueron a verlo, le hicieron una resonancia que además estaba prevista para ese día y descubrieron que tenía una gangrena de Fournier.
A partir de ahí todo fueron carreras. «Pasamos por seis quirófanos, dos UCI, pérdida de colon, una ileostomía, y todo lo que ello conlleva», resume María Josefa, para detenerse en otros aspectos de su relato, el cual «no es ni la centésima parte de los ocurrido». Durante su estancia en el Virgen Macarena tuvo que «suplicar una cama eléctrica para poder levantar al paciente, ya que con las otras camas más altas y con la herida del glúteo era imposible moverlo».
«Cada vez que íbamos a la UCI —sigue— lo perdíamos todo: habitación, cama y así hasta seis cambios, unas veces en habitaciones individuales y otra en habitaciones compartidas de tres camas. Las curas las realizaban los cirujanos cuando podían. A veces a las doce o a la una de la madrugada y en una ocasión lo llevaron para una cura al quirófamo a las tres de la mañana. Yo estaba allí sola. Fueron dos horas de quirófano y cuatro en el despertar».
Aclara que la culpa de todo no la tienen los cirujanos, que están 24 horas de guardia «sin tener ni un momento, a veces, ni para ir a informarme por lo cual me pasaba varios días sin poder hablar con ellos» y afirma que las curas se las hacían en muchas ocasiones los residentes.
Pero no solo se detiene en la atención sanitaria. La esposa de este paciente también tuvo que limpiar en el hospital y hasta llevarse comida de su casa, «porque me dijeron que mi marido necesitaba un suplemento» o «comprar un cojín ortopédico, unos protectores para las piernas, un bidé portátil y un ventilador». .
«A veces — continúa— no había material para curas, faltaban sábanas y pijamas, las bolsas de orina las he tenido que evacuar y reutilizar, y las he tenido que cambiar yo porque las enfermeras no daban abasto. En las camas normales, mi marido ha estado hasta cuatro días sin poderse estirarse porque no cabía, y, cuando descubrieron que las camas se ampliaban, lo hicieron, pero el colchón seguía siendo pequeño y rellenaron lo que faltaba con almohadas y mantas».
María Josefa ha tenido que «limpiar el baño a diario, soportar el olor del vertedero que se halla en el ala y que es horrible, y ver cómo los carritos del suero y camas no corrían porque las ruedas estaban llenas de pelos y pelusas». Añade que a las ocho de la tarde tuvieron que llamar un día a una limpiadora urgente y llegó a las once de la noche y «mientras toda la suciedad en el suelo con tres enfermos encamados».
No pasa por alto las horas que tardaron en ir a cambiar a su marido el apósito de cubría la herida del abdomen y que rebosaba sangre y pus y el día a día en las habitaciones tercermundistas: «Son tan pequeñas que cuando sentaban al enfermo de al lado, los eructos y toses iban directamente a la cara de mi marido porque, además, había veces que el calor era tan grande que no se podían ni correr las cortinas de separación de las camas, algunas hasta con manchas de sangre antiguas.
Las taquillas estaban en el pasillo nuestro y, cuando de noche otro enfermo necesitaba algo, tenía que levantarme del sillón hundido y roto donde supuestamente estaba descansando para dejar paso, despertando a la vez a mi marido».
Sostiene que ha visto y padecido durante 65 días «la prepotencia de algunos superiores, faltando a los más elementales derechos humanos, como es morir dignamente en la intimidad con sus seres queridos, obligándolos a estar en habitaciones compartidas habiendo habitaciones vacías solo porque había que cerrar la planta por ser verano».
Su experiencia la ha hecho llegar por carta a la consejera de Salud de la Junta de Andalucía, al Defensor del Pueblo Andaluz y a los partidos políticos de la oposición y quiere dejar claro que la hace pública con afán constructivo, para que «se gestionen mejor los recursos que es lo que falla no la falta de medios ni de dinero».
Ejemplifica esa nefasta gestión en el hecho de que «un enfermo permanezca una semana ocupando una cama para hacerle un diagnóstico que consistía una simple prueba y, a la vez, otro esté en la UCI o en el despertar esperando que se quede una cama libre en planta con el consiguiente gasto, trastorno y molestias que conlleva».
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