El Puerto
El Palacio de Winthuyssen, el diamante empolvado portuense que vuelve a tener brillo
El opulento palacio de Calle Larga 11 es la última gran renovación del Ayuntamiento portuense, que sigue en su proyecto de revitalizar el casco histórico

Llegando a la Plaza de los Jazmines, en la Calle Larga, o Virgen de los Milagros, tenía lugar una fachada rotundamente ruinosa, un escenario de pasado herrumbroso que nada dejaba agradable a la vista de los transeúntes. ¿Alguien recuerda un momento en el que la fachada del número 11 de esa calle no fuera un mural de grietas, un paisaje de suciedad o un imperio de cardenillo? Los pretiles de la azotea bailaban con precipitarse y romperse en mil ruinas portuenses. En su interior prevalecía el desaliño y el aislamiento, sus patios interiores pasaron a ser eriales de un pasado portuense esplendoroso, de una belleza áulica que hacía tiempo que se decidió ignorar y dejar que el tiempo derribara lo que algunos no estaban dispuestos a cuidar. Lo que era esa prolongación de estuco agotado es la famosa Mansión de los Miera, también conocido como el Palacio de Winthuyssen.
Los días de ruina han encontrado un fin de la mano del PEPRICHYE (Plan Especial de Protección y Reforma Interior del Conjunto Histórico y su Entorno). La reforma del palacio, que ha contado con una inversión de cerca de 9 millones de euros, también abarca las calles adyacentes a la parcela de 5.564 m², ubicadas en Virgen de Los Milagros, Espíritu Santo y Albareda. En total, se han construido 40 viviendas y se espera entregar las llaves en noviembre. El complejo contará además con zonas ajardinadas, piscinas y 42 plazas de aparcamiento.
Este suntuoso y rimbombante palacio es parte clave de los grandes palacios portuenses propios del lujo de los comerciantes de ultramar. La casa comenzó a edificarse en el último cuarto del Siglo XVIII por Manuel de Mieras, en la que posteriormente vivió su hijo, José Joaquín, con su familia al completo, servicio incluido. Poco después, debieron trasladarse a fuera y dejaron al cuidado de la casa a un empleado de su confianza. En 1808, vivían solamente un tal Jacinto González y Ramón Villa, soldado de marina.

Durante las ocupaciones francesas, la casa fue alojamiento exclusivo de grandes militares tanto españoles como franceses. Durante el asedio de Cádiz en la Guerra de la Independencia (1810-1811), se documenta que vivió el famoso mariscal francés Claude-Victor Perrin. En la siguiente ocupación francesa, la de 1823, vivió el teniente coronel Luis Fernández de Córdoba, el jefe del denominado Ejército de la Fé, contingente de tropas españolas que precedieron a los 'Cien mil hijos de San Luis'. Quedó tan prendado de la estancia que aprovechó las vicisitudes económicas de los propietarios y se la compró a la familia Miera.
Este teniente coronel se la vendió a un indiano, Julián José Urruela, que volvía a España desde Guatemala y decidió asentarse en la Bahía de Cádiz y la vivienda pasaría a manos de su sangre durante un siglo. Este señor compró varias parcelas en Campo de Guía y comenzó a adquirir bodegas y viñas para fines mercantiles, suyas fueron, por ejemplo, la construcción de lo que hoy es Gutiérrez Colosía.
Cuando falleció el Señor Urruela en 1845, su viuda sería la propietaria y en las siguientes décadas, en periodos irregulares, habitaron junto con ella las familias que habían formado sus hijos: Urruela Terry, Winthuysen Urruela y Garcia Polavieja. A su fallecimiento la propiedad pasará a su hija Rita Urruela Barreda, y posteriormente a su hija Amalia Gonzalez Urruela, casada con Ramón Jiménez Varela, otro importante y emprendedor empresario vinatero local. Estos poblaron la casa hasta el fallecimiento de ambos y de luego sería bien legatario para que su primogénito, Ramón Jiménez González y su esposa, ocuparan la vivienda. Posteriormente, una hija de ambos, Concepción González sería la última heredera de tal maravilloso palacio.
Hoy, por fin, ha aparcado su olvido para servir de unas viviendas de primera calidad. Su fachada ahora está impoluta, en sus ventanas ya no hay hueco para esos ladrillos polvorientos que aislaban al edificio del mundo ni sus cimientos rezan un amago de precipitarse sobre los portuenses. El Palacio ha renacido a los ojos de los nuevos vecinos. Atrás quedaron ya los pasados de polvo y ruinas para dar paso a un presente en el que el casco histórico está latiendo lentamente tras una fatal parada.