chiclana

Así vive Sancti Petri durante la temporada baja

poblado de sancti petri

Hay un pronunciado contraste en el poblado que en verano tiene su auge, gracias entre otras actividades al Concert Music Festival, y que durante el otoño e invierno se asemeja a una aldea fantasma

Camarero conversa amigablemente con parroquianos en el restaurante del Club Náutico de Sancti Petri mls

MANUEL LÓPEZ SAMPALO

CHICLANA

Nada tiene que ver el poblado de Sancti Petri de un martes de noviembre con el de los meses de verano. Si uno sólo conoce el lugar por haber acudido al Concert Music Festival, le costará asimilar que aquel lugar casi fantasma es la pequeña península que bulle de vida durante el estío. Restaurantes cerrados, nula práctica de deportes de agua, silencio y calles y explanadas vacías.

El espectacular y glamuroso entorno que dibuja el festival de música alrededor de su escenario es hoy apenas un solar donde se apilan algunos contenedores. Los atascos para entrar al poblado son ahora alfombras rojas hacia el desierto; no hay personal del Concert para orientar en los aparcamientos, porque todo el poblado es un enorme parking al aire libre.

No hay colas ni prisas en los restaurantes que pueblan Sancti Petri; no se hacen reservas porque no hacen falta reservas. No se escuchan acentos madrileños, ni vascos, porque no hay madrileños ni vascos; apenas encontramos unos pescadores venidos de Chiclana y los trabajadores de los pocos restaurantes y asociaciones que siguen abiertas, así como los currantes del Club Náutico. Las escuelas de vela y kayak están cerradas, y las canoas apiladas verticalmente como más cerca del cielo que del mar.

Hasta la imponente estatua de Hércules que nos recibe a la entrada del poblado, con su dedo índice apuntando a Tarifa, parece avisarnos que mejor nos demos media vuelta, que allí no se nos ha perdido nada

El canal de navegación que separa Chiclana de San Fernando y conduce al mítico Castillo de Sancti Petri es una franja azul sin más vida que la de los peces que esperan el cebo y el anzuelo de los tres pescadores de caña que aguardan en la orilla. Lo único que resiste de julio y agosto y que nos permite afirmar que estamos donde estamos es el marco inigualable: esa red de esteros, caños, canales, bancales de arena y tómbolos coronado por un castillo imposible que flota en el Atlántico, ya en aguas de San Fernando.

Esta es la estampa que, a simple vista, presenta el antiguo poblado conservero, pero para responder a la pregunta con la que aterrizamos en este confín chiclanero ‒¿Cómo respira Sancti Petri en temporada baja?‒ hacen falta vecinos, trabajadores y asiduos al lugar que pongan palabras a esta decadencia melancólica y, por qué no decirlo, con cierto encanto.

La otra cara de Sancti Petri

Desde que en los años setenta cerrara la conservera de atún que dio vida a esta aldea marinera, Sancti Petri ha vivido un declive progresivo. El abandono institucional ha tenido en coma durante más de cuatro décadas al poblado que de junio a septiembre revive gracias a iniciativas privadas como la generosa apuesta del Concert Music Festival. Apenas quedan habitantes censados en el lugar, si acaso una veintena a la que se puede sumar otro tanto de okupas. 

Unos pescadores «particulares», que vienen a menudo «desde el pueblo», nos remiten a la Asociación de Pescadores 'Caño Chanarro'. Dentro del destartalado local, donde apenas hay una mesa ocupada por cuatro señores mayores, nos recibe con una amabilidad inmensa Fernando, un chiclanero que lleva «desde chiquitito bajando a Sancti Petri». Nos comenta que tiene previsto cerrar a las doce del mediodía «porque ya a partir de esa hora aquí apenas hay gente». «Nosotros en días como hoy damos los desayunos y, si acaso, aguantamos hasta la cervecita de después de faenar».

Fernando es un apasionado de la historia del poblado, no de la parte mítica y fenicia, sino de la más reciente, del auge conservero y almadrabero de los años 50 y 60. De cuando Sancti Petri podía tener cerca de mil habitantes, duplicando con población flotante en época de jaleo del atún. «Aquí había colegio, cine, iglesia, buenas casas…» nos comenta con una mezcla de entusiasmo y melancolía.

De hecho, la Parroquia del Carmen, frente a la explanada del Concert, es de lo poco que se conserva de aquel pueblo atunero. Precisamente, una furgoneta aparca casi a las puertas del templo y de él se bajan un grupo de ancianos acompañados de sus respectivos cuidadores. Desaparecen dentro de la iglesia, y uno se queda con ganas de preguntarles si acaso eran los antiguos pobladores de este paraíso perdido ‒¿y recuperado?‒.

Fernando, el camarero de Chanarro, muestra con viveza en su móvil unas imágenes que se conservan de la época de esplendor del lugar. Nos va señalando qué era y dónde estaba cada cosa: la conservera, donde se tejían las redes, el patio donde se lavaban las barcas, las viviendas… Nos recomienda buscar las palabras de los protagonistas de aquella época «en vídeos de Youtube», porque asegura que en el poblado no vamos a encontrar a ninguno de ellos.

Las ruinas con esas pinturas o grafitis de temática marinera realizadas por el artista Antoni Gabarre generan un contraste que le da un encanto especial al lugar.

Turismo familiar, nacional y con dinero

En el bar del Club Náutico ‒sito en lo que era la casa del capitán, desde donde este observaba la almadraba‒ nos atiende Pedro, quien comenta que «no tiene nada que ver lo de ahora con lo que hay en verano». En esta época del año, «tenemos gente sobre todo los fines de semana, y ahora entre semana pues los pescadores y trabajadores de la zona».

Confiesa que, pese a que sea bueno para el negocio, no las tiene todas consigo con la llegada del Concert: «La gente viene con prisas, y no se les puede dar un servicio como el que nos gustaría». Incluso habla de que los habituales veraneantes que iban al Club a cenar tranquilamente ya no van por el jaleo del Festival, «y eso yo lo echo en falta», dice el camarero del Náutico.

El propio Pedro describe el turismo que viene allí como «familiar, nacional y con dinero». Precisamente, Julio, uno de los responsables de las actividades deportivas del Club Náutico de Sancti Petri, está en la barra tomando una cerveza después de la jornada laboral. Este toma el testigo del hostelero y reivindica los deportes de agua que ellos ofrecen allí como transversales y familiares: «Esto lo practican tanto mujeres como hombres, y niños como abuelitos».

Julio prosigue, comentando que el Club «no tiene afán de lucro», con lo que apunta que no les importa que en temporada baja apenas haya gente en kayak o veleritos por el Canal. «Ahora, en estas fechas, vienen de los colegios a hacer vela, por ejemplo», relata. «Porque ‒abunda‒ estos deportes, como la pesca, hay que fomentarlos desde que son chiquititos».

Se queja Julio de las pocas ayudas, «falta de iniciativa», matiza, del Ayuntamiento de Chiclana. «Sólo disponemos de una rampa en el poblado para bajar las embarcaciones al mar y está en exclusiva para los pescadores, que apenas le dan uso». Cuenta, además, la anécdota de que a la clásica regata de El Puerto decidieron cambiarle el nombre a 'Fenicia' para poder vendérsela al consistorio, con el relato de la promoción histórico-cultural.

Se une otro trabajador del Club a la tertulia que vira hacia otros derroteros y apuntan someramente a la proliferación de las narcolanchas «que no es que carguen de madrugada, es que los hemos visto que lo hacen a plena luz del día, como si nada. ¡Ahí mismo!», relata Pedro apuntando a la orilla.

A renglón seguido, hablan, también como insinuando, de un punto o esquina oscura del poblado. De okupas y 'bares' clandestinos o sin licencia en torno a las callejas que salen de la calle del Mar. La conversación deriva en el carácter de los chiclaneros, respecto a los que se ponen de acuerdo «que viven de espaldas al mar y de cara al campo».

El chiringuito que echó en ancla en Sancti Petri

Entrando en el poblado, a mano izquierda, se encuentra el chiringuito Bongo, convertido ya en un clásico del lugar: lleva 38 años allí. Es común la pregunta de cómo un chiringuito puede resistir abierto en temporada baja en una zona un tanto aislada como Sancti Petri. El encargado, Antonio, nos da las clave del éxito de este quisco/restaurante al pie de la playa, y desde el que dicen que se contemplan los mejores atardeceres de la provincia con permiso de La Caleta y Trafalgar.

Antonio hace hincapié en el arraigo que Bongo tiene. Cuenta que hay clientes que son de tercera generación, «muy fieles, y que muchos fines de semana se dejan caer por aquí. Vienen expresamente». «Mientras haya buen tiempo ‒comenta el encargado‒ aquí sigue viniendo gente: hay turismo internacional durante todo el año».

También, cuenta que organizan comidas de empresa y de Navidad, lo cual permite remontar el negocio en época de vacas flacas. Apunta otra clave, que es la de optimizar gastos: «la plantilla está reducida a una quinta parte respecto al verano, por ejemplo». Además, «el fin de semana nos ayuda a equilibrar los días de entre semana». «Evidentemente, si no nos fuese rentable no estaríamos abiertos», añade.

Y subraya que las claves para que el Bongo siga abierto es «el buen tiempo, la solera del lugar, una buena carta y este paraíso con estas puestas de sol maravillosas». Preguntado por la relación del chiringuito con el poblado, sobre las sinergias con otros restaurantes como La casa del Farero o el Flotante, confiesa que «es buena; nos necesitamos mutuamente, y si a ti un día te hace falta esto, yo te la voy a dar y viceversa».

Nos despide una estatua de Melkart, la divinidad fenicia, y a pocos metros de sus faldas, una sombra de Napoleón Bonaparte siluetada en la carretera. Un contraste ecléctico ‒valga la redundancia‒. Sale uno un tanto abotargado de este 'islote' con la cabeza llena de Historia y de historias.

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