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Una casa en primera línea de fuego

incendios forestales

Cándido y Juan Manuel Marín, padre e hijo, luchan contra los fuegos desde sus respectivos puestos: uno los avista y el otro los apaga

Cándido y Juan Manuel se dedican a la extinción de incendios forestales. L.V.

Álvaro Mogollo

Cádiz

Aunque desean que no suceda, ambos son perfectamente conscientes de que el verano les deparará varias e ineludibles citas con la pesadilla que suponen los incendios forestales. Y como saben que ese momento siempre llega, se preparan a conciencia para estar listos cuando suceda.

Hay una casa en Zahara de la Sierra en la que el fuego siempre está presente. No de manera literal, pero sí en todos los pensamientos, conversaciones y previsiones. Cándido Marín lleva más de 30 años como bombero forestal y ha vivido de todo en los montes de media Andalucía. Su hijo Juan Manuel se ha criado en un entorno de amor y absoluto respeto por la naturaleza y sigue los pasos de su padre. Los dos juegan un papel indispensable en la lucha contra el fuego.

El vástago es vigilante de torreta, un puesto esencial a la hora de detectar cualquier foco de incendio. Paradójicamente, sus avisos prenden la mecha de todo un dispositivo que se pone en marcha con excesiva frecuencia cuando llega la época estival.

Cándido es capataz de un retén del INFOCA, el Servicio de Extinción de Incendios Forestales de Andalucía. A sus espaldas no solo la responsabilidad de acabar con aquellos fuegos que devastan la sierra, sino la de que el grupo de hombres y mujeres que trabajan en esa labor lleguen sanos y salvos a su casa al final de la jornada.

Los trabajos desempeñados son plenamente vocacionales, de lo contrario, es difícil permanecer apegado a un sector como este que está siempre sujeto a grandes riesgos: «El salario para la gente formada no está mal, aunque podría ser mejor, especialmente porque muchas veces no se reconocen las labores reales de cada puesto para pagar unas nóminas más bajas. Pero si no te gusta lo que haces, no lo aguantas. A mí mi trabajo, con jornadas de vigilancia de 12 horas, me quita más de 15 horas del día contando los desplazamientos», cuenta Juan Manuel.

Eso cuando el día se desarrolla sin sobresaltos. Si hay alguna urgencia, además de alargarse la jornada, pueden requerir sus servicios. Si suena el móvil, independientemente de sus cuadrantes, se ponen en alerta. Y no solo ellos, toda la familia, que además de la lógica preocupación en caso de que tengan que ir a trabajar, arriman el hombro y acortan los plazos para que todo esté preparado cuanto antes, explica Cándido: «Si Mari Carmen o Nora, mi mujer y mi hija, están en casa cuando me llaman de una urgencia, mientras me visto a toda prisa, me preparan algo de comer y me van sacando las botellas de agua de la nevera para ganar tiempo».

Con agua pueden vencer al fuego. Sin agua, la que deben consumir ellos, están perdidos antes de empezar la batalla: «Es un elemento fundamental. Podemos ir sin comida al sitio que haga falta, que esperamos al avituallamiento cuando pueda venir. Pero el agua fría es indispensable cuando entras en un incendio».

Cándido compensa el desvelo de la familia a través de la mentira. La piadosa, claro está. De esta forma busca tranquilizar a los suyos: «No me gusta mentir, pero a lo mejor me llaman por teléfono para preguntarme cómo va el dispositivo y les digo que está todo controlado. Y a veces tengo frente a mí en ese mismo momento cuatro o cinco pisos de fuego».

Su hijo Juan Manuel vigila un perímetro de gran extensión desde una torreta situada en el Puerto de la Yegua, muy cerca del Escuadrón de Vigilancia Aérea número 11 del Ejército del Aire: «Allí controlo desde la zona de Arcos hasta Jimena. Y en muchas ocasiones se puede incluso ver África». Desde ese punto, el miércoles dio el aviso del incendio de Jerez, que desafortunadamente tuvo que volver a «cantar» también el jueves y el viernes.

El trabajo sobre el terreno precisa de una forma física óptima para desarrollar correctamente sus funciones, lo que supone que ambos cuiden su alimentación y lleven a cabo intensas rutinas de ejercicio porque ante el fuego no se pueden permitir el lujo de dar concesiones.

Sin embargo, la primera línea de fuego acabará para Cándido dentro de poco más de tres años: «Voy a cumplir en breve 57 y a los 60 años se pasa a segunda línea. De hecho, desde los 55 tenemos que superar pruebas físicas para demostrar que somos aptos para seguir en el frente. Pero a los 60 tienes que ir a la segunda línea por mucho que no quieras y que estés en forma». Las tareas para los que alcanzan la sesentena se centran en las labores de prevención.

Juan Manuel, que ha estudiado un grado medio en gestión y aprovechamiento del medio forestal y un grado superior en gestión de montes y aspira a ser capataz como su padre, asegura que es primordial enfocar el trabajo a la práctica, sin la cual los estudios quedan cojos: «La formación te da un plus, pero no garantiza la operatividad en el campo. Hay que enseñar y tutelar sobre el terreno». Él parte con cierta ventaja porque ha crecido en el entorno, pero no es suficiente: «Yo he mamado el campo desde pequeño, pero aun así, no tenemos experiencia a la hora de actuar ante un fuego».

Al frente de un equipo que se esfuerza y al que le apasiona su trabajo, el experimentado capataz se queja de que los desvelos de algunos de los empleados no sea recompensado por la administración: «Juegan con la gente joven que está con contrato eventual y solo durante la época de los incendios. En invierno tienen que volver a sus otros empleos, que además se arriesgan a perderlos porque no todo el mundo está dispuesto a contratar a empleados que solo van a estar en su trabajo unos meses al año. Ellos apuestan por este oficio, que es su vocación y no pueden explotarla».

Al igual que en otras comunidades autónomas como Castilla y León, la solución pasaría por volcar más esfuerzos durante la campaña de prevención, en la que el trabajo de más personal ayudaría a tener los montes en mejores condiciones, lo que evitaría parte de los fuegos que acaban produciéndose en verano, como afirma Juan Manuel: «Es una de las reclamaciones por las que está habiendo movilizaciones, para que haya trabajo el año entero, que no es una pérdida de dinero, sino una inversión». «Todo el monte está muy sucio y durante el invierno con tan poca gente estamos muy limitados. La política forestal no es la mejor y luego se pagan las consecuencias. Y nosotros no damos abasto», explica Cándido.

El cambio de vida producido en las últimas décadas, con el éxodo masivo de habitantes de las zonas rurales a las urbes, tiene parte de culpa en el deterioro de los campos, como expone Cándido: «La despoblación implica que cada vez haya menos ganadería en los campos, que es la actividad que de verdad limpia el monte, no solo con máquinas, por eso ahora está más abandonado». «En Zahara solo quedan dos familias que se dedican a la ganadería, cuando antes había mucha gente que tenía cabras o mulos, que además de vivir de ello, esos animales se lo comían todo y no había pasto. También el paso del tiempo ha hecho que la atención al campo decaiga porque antes hacía falta leña o carbón para calentarse».

Son sus congéneres los que ocasionan lo que les da tantos quebraderos de cabeza: «Salvo algún rayo, los animales de dos patas siempre estamos detrás de los fuegos». De forma involuntaria, por descuidos y también de manera intencionada: «Nos consta que en algunas operaciones de contrabando en el Estrecho se coordinan para meter fuego en algún monte, especialmente de noche, cuando vuela el helicóptero de Aduanas que cuenta con detectores. Y lo suelen hacer en un sitio cercano a la carretera, para que haya que cortarla y se tengan que emplear más medios y efectivos. Lo que pasa es que eso también lo saben los cuerpos de seguridad, claro», indica Cándido.

La estabilidad laboral y tener un futuro dentro de este sector es un tema que preocupa notablemente a Juan Manuel: «Un bombero forestal, para entrar fijo, tarda una media de seis a ocho años y trabajando solo seis de los doce meses, es algo desproporcionado». «Hay una bolsa de puntos en la que se valoran los estudios, los cursos realizados y la experiencia en el trabajo».

Según exponen, ahí los jóvenes se encuentran con una competencia inesperada, los efectivos de la UME, que mediados los 40 años no pueden continuar en el cuerpo militar pero sí que tienen acceso a esta bolsa de empleo: «No podemos competir con ellos porque algunos llevan muchísimos años trabajando y se les dispara la puntuación aunque no tengan ninguna experiencia en este ámbito».

Cándido corrobora esta circunstancia: «Ellos no tienen culpa de nada, son trabajadores formados y además muy voluntariosos, pero muchos no tienen vínculo alguno con el mundo forestal, algo que es injusto con quien sí la tiene y por edad llevan menos años trabajando. Tenemos que enseñarlos pero tampoco debería olvidarse nadie de que los meten en la cocina del infierno, que ahí te estás jugando la vida».

Alguna experiencia dolorosa

Trabajar cara a cara con el fuego implica vivir permanentemente en el filo de la navaja. Cándido recuerda, con voz más apagada que en el resto de la conversación, cuando un grupo de compañeros falleció en Monteprieto en septiembre del 1992: «Se produjo una explosión tras una inversión térmica y se salvó uno de un retén de siete personas. Fue un momento dolorosísimo que por supuesto nunca olvidas y te marca. En el Puerto de los Acebuches hay un monolito que los recuerda».

«También perdimos al que era nuestro piloto, Antonio, de Alhaurín de la Torre. Fue a llevar a un retén a Arroyo de la Miel y no terminaba de volver. Y cuando pasó otro piloto por la zona vio que se había caído», cuenta.

Por eso sonríe irónicamente cuando reciben algunas críticas durante la época de prevención: «Cuando nos ven de patrulla nos dicen que no hacemos nada, pero luego no nos ven cuando nos metemos en los incendios, que nos jugamos la vida en todos ellos».

Máxima concentración

¿En qué piensa una persona cuando se acerca hacia una gran masa de fuego? «Cuando te metes entre llamas no te da tiempo a pensar en nada, te concentras en tu trabajo. Yo como responsable de mi grupo sí que estoy muy pendiente siempre de las posibles vías de escape y tengo que ser muy prudente. Si la llama está muy alta no hay nada que hacer, tienes que esperar a que el avión arroje agua. Debes pelearte con el fuego donde le puedas ganar».

Exigencia física y satisfacción

El desgaste que produce estar durante horas expuesto al fuego hace que tenga que tomar algunas precauciones para que no le pase factura al cuerpo: «Cuando vas a entrar en un fuego, te tienes que tomar unas pastillas y unos sobres disueltos en la cantimplora que contienen sales minerales. Y tenemos que beber ese agua con sales antes, durante y después de las actuaciones».

En la noche del viernes, tras intervenir en el incendio de Olvera, asegura que todos tenían la sensación de tener los pies quemados: «Las botas pesan más de un kilo y tienen las puntas de hierro, entonces cuando te dedicas a hacer veredas en el campo para que el fuego no se expanda más allá de esos límites que marcas, te haces polvo los pies».

«Cuando llegas a casa notas que has perdido kilos. En esta semana he tenido cuatro fuegos y el desgaste es tremendo. Llegas ya a casa al fin extenuado, porque además la ropa ignífuga pesa mucho».

Sin embargo, se sienten recompensados al final del día: «Es un trabajo bonito porque te llena de orgullo cuando lo terminas», explica Juan Manuel. «Este es un oficio duro, porque hay momentos en los que lo pasamos mal, pero cuando llegas a casa y piensas en que has apagado el fuego al que has ido, te sientes muy orgulloso».

El relevo generacional, una cuestión de máxima relevancia para la futura preservación forestal

Juan Manuel tiene claras sus aspiraciones, le gustaría ser capataz como su padre. Sin embargo, no las tiene todas consigo respecto al sistema de tutelaje: «Las personas mayores que se van jubilando no nos están pasando sus conocimientos, que son valiosísimos, y el día que los jóvenes accedamos a esos puestos no tendremos la referencia de esos profesionales que nos podrían enseñar el oficio y su experiencia de tantos años».

A su juicio, esa política y las actuales contrataciones responden únicamente a una visión cortoplacista sobre el mundo forestal: «Va a ser un problema. Mi padre u otro capataz me podrían enseñar mucho pero no tienen posibilidades de hacerlo porque el sistema no apuesta por ello».

Sin embargo, el nivel de conocimiento y una curtida experiencia pueden marcar la cara o la cruz: «La determinación de un capataz con experiencia es clave, porque sabe predecir cómo se va a comportar un fuego dependiendo de la orografía, la temperatura, el viento o el combustible. Sabe poner una bomba retardante, acceder con las gomas de los camiones y muchas más cosas que no se aprenden en pocos días. Si no adquirimos la suficiente práctica para esas situaciones, a ver cómo actuamos en esos casos en el futuro».

Cándido, que empezó trabajando un mes al año y ahora es un capataz de reconocido prestigio, no es ajeno a esta cuestión y cree que se debería apostar de forma decidida para asegurar el futuro: «Yo he trabajado mucho tiempo con un chaval buenísimo en el retén que lleva nueve años de eventual. Y todos los años vuelve, que es algo digno de admirar y que demuestra que de verdad le gusta este trabajo. Siempre pensamos que con lo bueno que es, como la administración no apuesta por él, no va a volver porque también es válido para otros trabajos. Pero siempre regresa y eso habría que valorarlo».

«A mí me gusta mi trabajo, pero si es verdad que veo que hay muchas injusticias. Y la experiencia no se puede coger sin actividad. Se debe apostar para que se dediquen a esto las personas que tienen capacidades y aman este oficio».

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