DE UN DÍA PARA OTRO

Los muertos de los vivos

Más que la muerte de nadie, nunca, cabría celebrar la de la avaricia convertida en competición que saca espuma por la boca de los participantes, que pisa vidas y viudas

Hedda Hopper y Louella Parsons cuando aún se dirigían la palabra. ABC

José Landi

Cádiz

La muerte nos hace hipócritas. Más. La ajena, claro. La propia debe de ser el mayor ejercicio de sinceridad posible. Habrá poco que disimular, me figuro. La de otros está llena de ritual y ceremonia. También hay mucho sentimiento pero a base de repetición hemos creado códigos.

El fingimiento colectivo frente al único hecho seguro para todos tiene incluso sus lemas, lugares comunes y frases hechas. De desecho. Deshechas a base de repetición teatral o sentida. «Siempre se van los mejores» puede ser de las peores. Porque -alerta spoiler, alarma obviedad- se van los nuestros, los suyos, ellos, nosotros, los mejores y también los peores. Los regulares. Los de Melilla y los del rellano. Los blancos, los negros. Los grises que somos el 98% de la población mundial desde que Jehová encendió la luz. Como dice un amigo que hoy merece felicitación: «Por enfermar o morir no te vuelves buena persona». Ni mala. La enfermedad y la muerte debieran ser elemento neutro. Suma cero para nuestra valoración hacia otros.

De todos los códigos funerarios, de toda la literatura obituaria que nos transmiten desde jóvenes hay una pieza que compro: celebrar cualquier adiós es un ejercicio absurdo de crueldad hacia los seres queridos, hacia familia y afectos. Hacia los que van a escuchar lo que, por otra parte, ya saben. Incluso lo han sufrido más que cualquiera. Jalear a la muerte, a no ser que seas Millán Astray o Stalin, es una exhibición de mezquindad que ni los más mezquinos debieran permitirse.

Alegrarse por un acontecimiento que vamos a vivir todos carece de la menor gracia. Festejar algo que no tiene la menor relación con nuestro mérito ni con nuestra actitud, que es innegable, adolece del menor encanto. Ha dado para algún episodio ingenioso, nada más. Como aquel de las dos difamadoras profesionales, Louella Parsons y Hedda Hopper, que llegaron a tener millones de lectores diarios o semanales desde el Hollywood podrido de los años 40 y 50.

Ambas inventaban noticias que destrozaban vidas, muchas veces por encargo de los estudios. No les temblaba la tecla para difundir embarazos, abortos, adicciones, despidos e idilios, a veces a sabiendas de que eran falsos. Ni para desvelar infidelidades ficticias y homosexualidades reales. Los expertos les achacan, sin dudarlo, varios suicidios y decenas de carreras arruinadas de forma directa. Para colmo, tras una juvenil amistad, se picaron. Eran demasiado competidoras, rivales y miserables para guardarse afecto.

«Sólo vengo para asegurarme»

Durante un tiempo iban la una fiestas en casa de la otra y disfrutaban orinando a escondidas en algún rincón o tras la cortina, en un gesto de odio poco higiénico, muy animal. Aprovechaban cada corrillo para ridiculizar con los mayores desprecios imaginables a la otra. Así estuvieron años, entretenimiento en vivo, además de darlo con el público por escrito. Al cabo dejaron de verse. Nunca más se hablaron y la inquina mutua se hizo legendaria. Finalmente, una murió y la otra apareció en el cementerio. Tan sorprendente fue su presencia que se oyó un cierto «oooh» en el camposanto. Alguien, osado, le preguntó a la superviviente «¿pero qué haces aquí?», a lo que la otra contestó: «Sólo vengo para asegurarme».

A la inmensa mayoría, creo, nos falta perseverancia, voluntad y resentimiento para repetir la anécdota. No hay por qué asegurarse de nada. Basta con respetar en la distancia por consideración, por humanidad hacia los cercanos. De ahí al extremo de rebuscar un hueco para formar una loa pública debiera mediar mucho trecho.

Lo vivimos la pasada semana. También ésta. Llevar razón está sobrevalorado. Sobre todo si eres pesimista o agorero. No hay justicia, placer, reposición, menos bondad, en tocar a la puerta de una tapa para preguntar «¿y ahora, qué». Todos estaremos al otro lado en algún momento y es igualmente improbable que tengamos nada que decir.

Es inútil y ruin, cobarde por incomparecencia, cargar contra los finados. En todo caso habría que celebrar que desaparezca lo que representaron: la mesiánica violencia en la que desembocan las buenas intenciones; las temibles prácticas empresariales que pisan vidas y viudas, la depredación sistemática de un mercado inmobiliario convertido arma blanca, los ataques de un sistema que con cualquier trampa o amenaza, sin escrúpulos, expulsa a personas, a menudo, mayores, solas, sin compañía, ayuda ni ahorros.

Cabría celebrar, en todo caso, la muerte de la vanidad del triunfo salvaje, la avaricia convertida en competición que saca espuma por la boca de los participantes. De cualquier actividad financiera, empresarial, convertida en guerra de lobos en la que matar, preferentemente a inocentes, o morir. Sin alternativas.

Pero eso es de una candidez, de una bobería, que repugna. Siempre habrá vivos dispuestos a resucitar todo aquello, a mantener lo peor de los marchitados. Los primeros siempre son el terror y el problema. Los últimos ya nunca serán nada que temer.

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