Crítica de teatro
Advenedizos o el instante infinito
El teatro tiene sus orígenes en danzas, ceremonias y ritos, lo que le confiere una fuerza arraigada en lo místico y sacro a la vez
Todo escenario tiene la particularidad de dejarnos ver con transparencia abrumadora aquellas cosas que los actuantes pretenden ocultar a los demás o a sí mismos. Cualquier persona, una vez arriba, se hace vulnerable. Nadie escapa al escrutinio del estrado.
Aunque te coloques detrás de una mesita o te pongas una nariz de payaso, el escenario siempre te va a escupir y te colocará en el sitio que te corresponde.
Para subir a las tablas hacen falta años de formación y oficio.
Todos aquellos que osan treparse sin las herramientas, el conocimiento y el dominio de una depurada técnica son simple y llanamente unos profanos. Profano: persona carente de experiencia o conocimientos en una determinada materia. También profanan el foro quienes pasean sus egos gordos y grotescos camuflados de innovadores o contemporáneos. Faltan al Teatro los que opinan de él sin saber, los pretenciosos, los inconscientes, los ignorantes de sus leyes, los fantoches, los radicales, los mercenarios, los rastreros, los acomodaticios, etc.
El escenario debería ser un espacio lleno de luz para el pensamiento libre, no una tribuna de adoctrinamiento donde falsos vellocinos quieran embaucarnos con ideas políticas disfrazadas de antropología.
El proyecto de La Columna Durruti no es evaluable desde ningún aspecto escénico.
¿Qué presenciamos entonces en Ulrike? Una vez más una conferencia o conversatorio tran-somnífero que no se merecía el público que pagó por ver Teatro.
¿Qué podíamos interpretar de lo que vimos? Que una danzarina hacía cosquillas a un símbolo fálico ante tres machos jugando y lamiendo la materia gris de uno de ellos. Es decir, un ejemplo de que el escenario muestra siempre todo.
¡Indignante!. Lo que hemos soportado es grave, indefendible y patético.
Alguien tiene que parar esto. Aunque dudo mucho que haya valiente, u honrado, que lo haga. Algo huele a podrido en Dinamarca.
Y el público en su gran mayoría sufriendo el secuestro, debatiéndose en ese instante infinito del quiero irme pero no puedo molestar al resto de espectadores.
Habría que hacer caso a uno de los textos de la conferencia: «no tengamos miedo a nuestra propia libertad». Levantémonos, salgámonos de las salas o subamos y arrebatémosles el micrófono. Dejémosles hablando solos. Que se ahoguen en la zafiedad de sus palabras. Tal vez así comprendan que son unos advenedizos y que el Teatro no les quiere donde alguien injustificadamente les puso para mancillar esta bendita profesión.