TRIBUNA

Colegio mayor Beato Diego o la fuerza de la razón

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En el Claustro del pasado día 28 de junio, yo defendí el «no» al cambio estatutario mediante el cual el equipo de gobierno de la UCA pretendía privatizar la gestión del colegio mayor Beato Diego. Me pronuncié públicamente y voté en conciencia. Desde que tuvo lugar la sesión anterior del Claustro, el 12 de junio, donde ya se evidenció que había voces discrepantes respecto de la postura oficial, la polémica estaba servida. Un articulista de este mismo periódico saltó con premura a la palestra el 20 de junio y se permitió desacreditar a algunos claustrales revelando supuestos «intereses no confesados de una oposición que prepara las próximas elecciones de la UCA». Ofrecía el articulista una visión interesada de los hechos y omitía datos esenciales, como, por ejemplo, que el actual equipo de gobierno votó en contra de esta misma propuesta cuando el equipo anterior la presentó a la consideración del Claustro hace ahora cuatro años, y que entonces, como ahora, también se vislumbraban en el horizonte elecciones a rector. Dicho artículo sorprendía por la precipitación de su autor, que se convertía en abogado de la tesis del equipo de gobierno una semana antes de que se produjese la votación decisiva. El lector es inteligente y sacará sus conclusiones.

Conocido el resultado adverso para el equipo rectoral, la prensa local acogió durante varios días, en medio de lo que se calificó de «ambiente preelectoral», rumores varios, opiniones diversas y algunas descalificaciones hacia el llamado «sector crítico». Despectivamente se tildaba de conservadores y reaccionarios a quienes, sencillamente, hicimos uso del derecho democrático de discrepar y ejercitamos otro derecho con valentía (tan de todos, no de unos cuantos): el de expresión. Se tildaba de «cavernosos» a quienes seguimos creyendo que la Universidad no puede dejarse seducir, a la primera de cambio, por los cantos de sirena de la privatización. Como el lector sabe bien, el ruido ensordece y ahoga el eco de los argumentos, y al amparo de esta algazara algunos aprovecharon para sembrar dudas (¿pueden?) sobre la legitimidad del resultado electoral. Se pretendía así difuminar los relieves del verdadero debate. Veamos.

La propuesta rectoral no prosperó porque sólo 131 claustrales apoyaron un cambio estatutario que requería un mínimo de 152 votos. Por tanto, el equipo rectoral no convenció ni a los 63 claustrales que votaron en contra ni a los 19 que se abstuvieron, pero tampoco logró persuadir (esto se silencia deliberadamente), a los 89 ausentes para que al menos buena parte de ellos acudiese a respaldar la propuesta. Escaso apoyo para algo tan importante como un cambio estatutario. Por otra parte, como ya sabe el lector, la votación fue secreta a petición de algunos claustrales (entre ellos, el que firma estas líneas).

Sorprende que el rector manifestara en la prensa su extrañeza ante esta opción, como si de algo anómalo se tratara, e insistiese en que las garantías democráticas están cubiertas con la votación a mano alzada. Faltaría más. Pero el Reglamento de Gobierno y Administración de la UCA, en su artículo 97.1, referente a los órganos colegiados, establece que la petición de voto secreto es un derecho de todo claustral. El sentido común añade que dicho procedimiento garantiza un voto desembarazado de todo compromiso público. Es, pues, un voto emitido con absoluta libertad, sea cual sea la elección. ¿Suscita recelos este derecho? La pregunta que hay que hacerse es por qué no convenció el argumento del equipo rectoral, basado en el callejón sin salida financiero, en el mal menor de la privatización. Por dos razones sustanciales: a) porque muchos nos negábamos a creer que se hubiesen agotado todas las vías institucionales para conseguir dinero; b) porque no encontrábamos un solo argumento satisfactorio que justificase la urgencia de toda la operación. Pues bien, sólo bastaron dos días para que los acontecimientos nos diesen la razón sin paliativos. El 30 de junio publicaba la prensa el ofrecimiento de la Oficina de Rehabilitación de la Junta para rehabilitar (encantada) el Beato Diego. Se nos daba así la razón en la mayor: antes que privatizar, había que exigir el dinero a las instituciones públicas, con coraje, sin condicionamientos ni restricciones de ningún tipo. Y se nos daba la razón cuando advertíamos de la precipitación de la propuesta. Que el equipo de gobierno haya estimado después «inviable» este ofrecimiento no cambia nada: teníamos razón.

Pero, sobre todo, tenían razón dos de los principales valedores de estos argumentos: los profesores José María Maestre y Gaspar Penagos. Porque si en algo insistieron en sus brillantes intervenciones en la sesión del Claustro fue en la obligación del equipo de gobierno de exigir mayor financiación a las instituciones públicas y, especialmente, a la Junta de Andalucía a través de la Oficina de Rehabilitación. Pasados los días el asunto aún sigue candente, sobre todo en torno a la cuestión insoslayable: ¿qué hubiese pasado si la iniciativa rectoral sale adelante? Tendríamos un colegio mayor en vías de privatización, el comienzo de las obras en noviembre (¿?), y la sospecha (hoy certeza), de que no se había hecho todo lo posible para evitarlo. Menos mal que se ha impuesto la fuerza de la razón.