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TRIBUNA RECUERDOS GADITANOS DE UN JUEZ

El rebusco

JOSÉ LUIS SÁNCHEZ PARODI/
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Llegaban los noviembres húmedos, bajas las temperaturas, y empezaban los fríos. Y las amas de casa se aprestaban a confeccionar el brasero -la copa, decíamos los gaditanos-, en tanto, que hacia el primer día del mes, inauguraba el clamor popular, la apertura de la feria del frío.

Cádiz será de los únicos lugares de la nación, que no tienen feria. Eso lo dejamos para Jerez, y los pueblos de la provincia. Nosotros no tenemos más fiestas anuales que los Carnavales, el Corpus, y esta feria del frío, populachera, alejada de toda ceremonia oficial, existente sólo en la imaginación de sus habitantes, y limitada hacia un sector corto de la capital. Habrá, ciertamente, una feria o fiesta de los Ángeles, allá por el mes de agosto, que nunca tuvo arraigo, y que se diluyó prontamente, y poco a poco, medio sobrevivía esa feria del frío de la que hablo.

Estaba situada en torno a la plaza de las Flores por el mercado, por la propia dinámica de la naturaleza de aquel modesto festival, que es lo que en realidad era. Tres cosas distinguen a aquel especial festejo: las frutas, la tía Norica y el cajón de Antón. Y por supuesto, unas tiendas de madera repartidas por el tramo limitado por las aceras sitas frente al Bar Andalucía y a todo lo largo del edificio de Correos, mientras que la Tía Norica se refugiaba con su pequeño local, en un rinconcito de la Plaza de Guerra Jiménez. Acudían, mariposeaban las madres de familia, con sus hijos que la rodeaban, y que le pedían todo lo que veían. «El pirulí de la Habana/ chupa, chupa/ chupa, hasta que te dé la gana». Y venía luego el gordo que se instalaba con un puestecito de acerolas - «acerolas, coloras, colorás»-. Y empezaban las castañas tostás.

Y había una algarabía, graciosa, espontánea, andaluza, entre los pregones que los vendedores pronunciaban, acortaban o alargaban, según las ganas de vender que tuvieran. Y se oían de las «peras de agua, los melocotones, las manzanas verdes, las rojizas granadas, los morunos albérchigos...» ¿Ah, qué delicioso bullicio, con aquel olor a frutas, con las continuas peticiones de los pequeños, y no muy lejos, la rifa del artificio de Antón, con sus ruletas de las rifas, ruedas que ruedas, para darle una muñeca, pintarrajeada su cara, a la niña chiquita, encogido su corazón, por la suerte desconocida! Y en la noche, que no llegaba a su mitad siquiera, Antón rifaba su gran cajón. El cajón rotundo, con cientos de chucherías y alimentos, su gran rifa de la noche, entre cuyos premios iba un gran jamón, la máxima atracción para los gaditanos de entonces, como luego pregonarían por toda España, Los Beatles de Cádiz.

El rebusco era el comercio que se ejercía por varios puestos temporalmente situados en torno a Correos, los cuales vendían joyas baratas, semienterradas en el serrín, donde podía el cliente rebuscar ante la implacable vigilancia y atención, del vendedor. Y la novia adolescente hurgaba y hurgaba en los anillos que allí se vendían, bagatelas, que la joven elevaba a anillo nupcial, a precio bajo, aunque con ínfulas alabatorias del dueño, como si el anillo procediera de Tiffany: y buscaban esmeraldas de Colombia, collares imaginarios, zarcillos entre el salero y la belleza, pendientes cual si fuera de la Begun o de la Maharaní de Kapurtala, aquella cupletista que se casara con el Maharana de Kaputala, casamiento que encontró la bendición de Don Ramón Mª del Valle Inclán, tan fantástico como aquellas jovencillas de los barrios gaditanos, que entonces mantenían constante su impaciencia porque llegara la feria del frío.

¿Oh el autoengaño fantasioso en aquélla búsqueda ansiosa, de las tres b comerciales -bueno, bonito y barato-, mezclada en una costumbre popular y temporera! Y las mocitas retornaban a sus barrios, felices, satisfechas del anillo promisorio, de aquel novio, galán y rumboso, que había agotado el trámite de pretenderla, y entrado de lleno en el noviazgo formal...