La fuerza tranquila
Actualizado:LLAMA la atención el tratamiento que está recibiendo Benedicto XVI por parte de los medios de comunicación llamados 'progresistas' o anticlericales en el sentido más clásico. A pesar de que, aparentemente, no le concedieron tregua ni siquiera los primeros cien días, hoy matizan o distinguen como nunca lo hicieron con Juan Pablo II. Esto puede deberse a que esperan no sé qué cambios con respecto a su predecesor o que consideran que no se puede menospreciar del todo una de las pocas autoridades morales existentes en este mundo.
En realidad, uno de los fenómenos más sorprendentes de los últimos cuarenta años es el de la atención de las masas a un personaje, el Papa, que a menudo no representa su propia religión. Su significado trasciende el de la pertenencia a un grupo o a una cultura y responde a ansias de universalidad, de principios morales compartidos, de búsquedas de sentido siempre presentes en los seres humanos.
En el mundo católico, la figura del Papa ha ido adquiriendo, a lo largo de los siglos, una carga comunitaria y religiosa extraordinaria, incluso prescindiendo de exageraciones o manipulaciones propias de la historia o de la psicología de masas. El cristiano cree que Dios se encarna y se hace hombre, que la Iglesia, comunidad de los creyentes, constituye un auténtico puente entre Dios y los hombres, que los obispos suceden a los apóstoles en su capacidad de transmitir las palabras de Jesús. De hecho, la tradición, la transmisión continuada de la experiencia de Jesús a lo largo de los siglos, resulta fundamental para la vida del cristianismo. En este ámbito, la figura del Papa constituye un punto de referencia común para todos los creyentes. Es el testimonio de las palabras de Jesús, los mártires romanos fieles a su fe, una larga historia de evangelización y confirmación de la fe de los pueblos, la que nos trae Benedicto que enlaza, uno a uno, con doscientos sesenta y tres papas.
No siempre han sido ejemplares los papas ni los obispos ni los creyentes. Los vasos de barro que contienen el espíritu son, con frecuencia, débiles e inconsecuentes, pero hay más amor, fidelidad y generosidad en la tierra y en la Iglesia que lo contrario. La historia de los papas y del cristianismo constituye una historia espléndida, a pesar de sus debilidades. Benedicto XVI, pues, no viene solo, sino acompañado de una historia y una tradición de valores, aspiraciones, logros y anuncio de la buena nueva que han conformado la historia de Europa y de España. Los españoles somos, en gran parte, fruto de esos valores y de esas tradiciones, y, por esto, le recibimos no solo porque es el hermano mayor de la Iglesia sino, también, por su significado religioso, cultural y ético. Tal vez, no estemos de acuerdo con algunas apreciaciones suyas, pero, en todo caso, no olvidemos que siempre resulta difícil entender a las personas que dicen la verdad.
Transcurrido un año largo de pontificado, probablemente, no le conocemos mejor, aunque nos guste cada día más su fuerza tranquila, pero, en todo caso, comprendemos más su insistencia en recordarnos que no todo vale, que existen algunos valores supremos que vale la pena defender, que el creyente no puede ser inconsecuente con las enseñanzas fundamentales de Jesús. Es verdad que la libertad del error es la esencia misma de la libertad, pero ésta no nos exige confundir el error con la verdad.
En esta sociedad nuestra, con tantos logros y tantas limitaciones, los temas de la organización familiar y de la educación de los hijos se han convertido en una preocupación de primer orden. De hecho, se trata de una preocupación no solo religiosa sino, sobre todo, social que atañe a todos los ciudadanos.
Conrad escribió que «hay viajes que parecen destinados a mostrarnos qué es la vida». Nos bastaría con que este viaje del papa Benedicto nos ayudara a plantear con seriedad el problema que nos aqueja.