Libros en fideicomiso
Actualizado:Acaban de terminar los chavales el curso escolar y ya están en cola para recoger los libros del curso que empezarán en septiembre, para que luego nos digan que no vivimos el vértigo de la aceleración histórica. Sin que los grandes almacenes se den cuenta, en vez de hacer provisión de pistolones de agua, bolaslocas y cacharritos de plástico de colores chillones y fragilidad de serie, que es lo que pega en estas fechas, ya los tienen ustedes ahí, con la sonrisita nerviosa y las bolsas de libros para que vayan criando polvo en las casas hasta que toque llevarlos a clase. Libros gratuitos, faltaba más, que para eso vivimos en una sociedad plural donde el derecho a la educación gratuita es un logro más para que nuestros representantes políticos se cuelguen una nueva medalla. La letra ya no solo no entra con sangre, sino que tampoco se adquiere con el sudor de la frente. Una nueva era, lo que yo les diga, oigan.
Lo malo es que los libros son gratuitos, pero menos. Los chavalines los reciben estos días pero habrán de tenerlos como la copa del mundo de fútbol, esa que jamás ha pisado España: no en propiedad, sino en fideicomiso, porque en cuanto termine el curso próximo tendrán que entregarlos para un niño nuevo. Así, hasta cuatro veces, fíjense ustedes, y échenle un vistazo a los libros de sus hijos y piensen qué aspecto van a tener cuando cuatro promociones de estudiantes les pasen por encima. Sí, esa misma que ustedes piensan. Y ojito, que cada final de curso el Consejo Escolar de cada centro tendrá que revisar libro por libro a ver si está inmaculado e impertérrito y pasa el examen mínimo de calidad, y si no... pues entonces dicen que a lo mejor hay que pagarlos, a toro pasado.
Esto me recuerda aquello de Entrada libre, salida ya veremos que nos costó algún disgustillo aquí al del recuadro de los miércoles y a su banda de cachorros de poeta los primeros años de la democracia. Uno no puede dejar de pensar en los tebeos apaisados y las novelas de don Marcial Lafuente que cambiaba en su remotísima infancia, y cómo se descuajaringaban después de haber dado en quince días la vuelta al barrio, o en el mosqueo de los más pequeños de la casa cuando heredaban, los últimos de tres o cuatro hermanos, los abrigos gastados o los uniformes de tablas. Esta política que se aplica ahora viene a ser lo mismo: un paso a medias y, lo que es peor, un claro desconocimiento no sólo de lo que es el mundo escolar de cada niño..., sino de su propio pasado como estudiantes.
Nada había (ni sigue habiendo), más hermoso que un libro de texto abierto y estrenado cada septiembre, el papel crujiente y blanquísimo, las ilustraciones que llamaban a la curiosidad, prometiendo conocimientos y hasta pesadillas a lo largo de los futuros nueve meses de la vida. La promesa de lo nuevo se aliaba al temor por lo difíciles que parecían las últimas páginas. Un libro era un reto personal, un vistazo al futuro que nos esperaba lleno de incógnitas y, visto desde los años, un baúl de los recuerdos..., y hasta fuente de información y resolución de problemas y material de archivo para cuadernos y trabajos de cursos futuros. O sea, bibliografía básica en el sentido más literal de la palabra.
Nuestros niños están cambiando a la fuerza su futura memoria vital por un hipotético ahorro ajeno (y no entremos en la gente que tiene su honrado negocio que ahora sólo hará caja cada cuatro años), la curiosidad del descubrimiento de lo inexplorado por el morbo de quién pintó estas páginas que serán suyas brevemente y a las que no podrán mostrar más afecto del estrictamente necesario. Olvídense los profesores de ahora de técnicas de subrayado, de actividades en los márgenes, y ándense con ojo los chavales de dónde dejan la mochila; primero, porque la perderán, puesto que lo que no tiene precio no tiene valor en nuestra sociedad histérica, y segundo porque otros pueden guindárselos a la más mínima. Lo más triste de todo es que en otras comunidades, Castilla-La Mancha sin ir más lejos, los libros son gratuitos de verdad. O sea, nuevos cada año y para cada niño. Nosotros seguimos igualando por la mínima, repartiendo no riquezas, sino miseria.