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TURISTAS. Un joven saca una foto, sentado en las escaleras de la Catedral de Cádiz. / FRANCIS JIMÉNEZ
EL MAESTRO LIENDRE

Cómo provocar sonrisas

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Hace un mes que Cádiz tiene una nueva imagen pública, turística y oficial. Ahora le ha llegado el tiempo de darle uso, de ponerla en práctica en la época de vacaciones, en la que debería lucir todos sus encantos para rentabilizar la riqueza que le regaló la naturaleza, la única que tiene desde que los fenicios se llevaron la cartilla. Llega el veranito y los que tienen un contrato laboral en regla -que más allá de Cortadura, por lo visto, son muchos- invaden esta pequeña isla de piedra que nunca termina de comprar los muebles ni culminar las reformas. Como lo único que nos queda es playa (si los constructores no lo impiden) llega el momento de mostrar nuestro balbuceante sector servicios, la discutible oferta de ocio y la intención de ser buenos, a ver si nos convertimos en un paraíso para urbanitas del norte, esos que están locos por escaparse de su maravillosa vida cotidiana.

Para intentar aparentar que ya somos esa tierra prometida en la que descansar de tanta frustración diaria, nos hemos inventado una sonrisa. La hemos puesto en carteles que aparecen por todos lados (¿pero no tendrían que estar en las ciudades que nos deben mandar los turistas, si aquí ya nos conocemos?) para demostrar que somos una jartá de felices y que, además, podemos contagiarlo con suma facilidad, como el que pega una gripe.

La campaña publicitaria esconde alguna contradicción, alguna trampa y una parte de mentira, como casi todas, pero también estará cargada de buenas intenciones, de rentabilidad potencial, de inteligencia y progreso posible. En cualquier caso, es un buen principio, pero habría que dar un paso más. A lo mejor, no se trata de mostrar sonrisas, se trata de provocarlas, sobre todo si son de satisfacción.

Si realmente se trata de crear un sector servicios, a falta de otras alternativas, el objetivo debería ser alegrar a los demás y no tanto mostrar la alegría propia. Antes de vacilar de sonrisas y de perseguir las de los turistas, habría que empezar por desterrar prácticas cotidianas que congelan la cara e impiden que cualquier persona normal pueda mostrar algo similar a la simpatía. Los ejemplos aún son demasiados.



La cara partida

Es difícil sonreir si los trabajadores de hoteles, restaurantes y bares carecen de formación hasta el punto de discutir en público por las vacaciones, debatir sobre su vida sexual con sus compañeros mientras sirven un café, tardar minutos en lo que pueden resolver en segundos o ponerle cubitos de hielo a una copa de tinto.

Pocas sonrisas vamos a pescar si se baldean las calles a las 12 de la mañana (sí, sí, eso está pasando), si somos los más guarros de Eurasia, si en cada calle hay más cacas de perro que lozas y si seguimos pensando que orinar en la calle es cosa propia de gente divertida.

Resultará difícil despertar simpatía en los que vengan si somos incapaces de conseguir que cada vez más calles del centro sean peatonales (salir del nuevo Hotel Senator es un deporte de alto riesgo) y si somos incapaces de tener una Policía Local que mantenga como peatonales las que ya lo son. Será difícil provocar sonrisas si seguimos fabricando esas hordas de cafres que van en ciclomotores violando normas de circulación de cinco en cinco, amenazando al que ose reprocharles, sin camiseta y sin apego por la vida, propia o ajena. Será imposible hasta que se haga ver, por las buenas o como en todos los países de Europa, que el botellón tiene límites. Será complicado ver caras de disfrute entre los que vengan si los negocios no se adaptan a los horarios de los clientes, si los dependientes consideran que la amabilidad es patrimonio de los tontos y tratan a los clientes como unos molestos turbadores de su paz.

Resultará imposible causar buena impresión hasta que la formalidad, el trabajo y la honradez tengan aquí más prestigio social que la picardía y la trampa, hasta que los forasteros no parezcan, por el simple hecho de serlo, tontos a los lugareños. Hasta que los de aquí no hayan viajado tanto como los que vienen. Será difícil dibujar esa sonrisa gaditana en caras foráneas hasta que cuidemos la playa, con hechos, como la defendemos de boquilla, hasta que no comprendamos que disfrutarla, de día y de noche, es una cosa y convertirla en retrete, cenicero y cantina es otra, hasta que entendamos que comer y beber no es obligatorio para divertirse. Será imposible hasta que no haya locales adecuados para los que tienen más de 30 años (menos mal que aún quedan osados como Boubeta con La Hispaniola, los que han abierto dos nuevos locales en El Pópulo, los que ya estaban allí o los del gran local de la calle Brasil).

Va a ser complicado que los visitantes se vayan con la sonrisa de los carteles pegada en la cara si no se potencia una constante y completa oferta de ocio. El Ayuntamiento va avanzando, pero falta iniciativa privada que rentabilice el medio millón de habitantes de la Bahía, el millón de visitantes que recibe la provincia. Falta saber por qué Cádiz se queda siempre fuera de las grandes giras de conciertos, exposiciones y eventos.

Los gaditanos tendremos tendencia a reírnos, pero falta saber si los que llegan a partir de hoy van a encontrar tantos motivos. Quizás ésto último sea lo importante.