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Italia o la paradoja española

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Los italianos acaban de rechazar contundentemente la reforma constitucional propuesta por la derecha, antes de perder Berlusconi el poder en las recientes y ajustadas elecciones generales. La derrota de la iniciativa ha sido más severa que lo esperado, con un 61,7% de electores contrarios a la reforma y apenas el 38,3% de síes, con una participación del 53,6%. Claramente, un sector mayoritario de la ciudadanía ha querido matar dos pájaros de un tiro: desprenderse de la herencia del gobierno anterior y apuntalar la coalición encabezada por Romano Prodi, que se alzó con el gobierno por estrecha mayoría.

En cualquier caso, lo más relevante de este referéndum es la plena coherencia ideológica de todos los contendientes. La reforma ahora frustrada era federalizante y proponía la devoluzione, es decir, el retorno de las competencias -y de la consiguiente financiación-, a las regiones, con un reforzamiento paralelo del Gobierno central. La descentralización política y financiera agradaba, como es natural, de manera muy singular a la Liga Norte de Humberto Bossi, arraigada en las prósperas regiones septentrionales (Lombardía y Véneto votaron «sí» en el referéndum), y desagradaba al depauperado sur, que se ha beneficiado hasta ahora de los flujos de solidaridad que le llegan del resto del Estado. Tanto era así que Bossi había anunciado espectacularmente que si fracasaba su propuesta se iría a vivir a Suiza... Tras la derrota, se ha consolado públicamente poniendo el ejemplo de Cataluña: también los catalanes han probado en reiteradas ocasiones a lo largo de la historia conquistar el autogobierno y no siempre lo han conseguido... «nosotros también lo intentaremos de nuevo -ha dicho el líder federalista-; quizá la gente necesite aún madurar». Uno de sus lugartenientes, Francesco Speroni, ha sido más claro y expeditivo: «Los italianos dan asco e Italia da asco porque no quiere ser moderna. Han ganado quienes quieren vivir a costa de los otros». Sea cual sea el desenlace de este asunto (Prodi ha reconocido la necesidad de una reforma constitucional y ha prometido empezar a trabajarla por consenso), lo más llamativo a efectos de la opinión pública española es su coherencia: el nacionalismo insolidario (la Liga Norte), y la derecha ultraliberal representada por Berlusconi han apoyado una profunda descentralización política unilateral y sin consenso, en tanto la izquierda, más preocupada supuestamente por la solidaridad interregional y por el papel integrador del Estado, se ha opuesto a ella y ha ofrecido una reforma constitucional por consenso. No hace falta decir que, en España, la reforma territorial en curso, que parte de la iniciativa revisionista catalana, registra impulsos y frenos que tienen una paternidad paradójicamente distinta, si no opuesta: aquí han sido los nacionalistas, aliados con los socialistas, quienes han puesto en marcha un proceso de fuerte descentralización que pone en riesgo la continuidad de los flujos de solidaridad, en tanto la derecha del Partido Popular recuerda infructuosamente el papel nivelador e integrador del Estado y reclama el consenso que, de momento, no se ha producido.

Es cierto que las situaciones italiana y española no son ni mucho menos idénticas, ni en lo tocante a la Constitución -la italiana es fruto del dolor de la Guerra Mundial y se inspira en los valores de la Resistencia y del Risorgimento-, ni en lo referente a la estructura territorial de ambos Estados, ni en lo relativo a las fuerzas políticas, poco comparables. Pero la paradoja mencionada es inocultable.

Y habría, pues, que cuestionar, tanto en voz alta cuanto en la intimidad de los partidos políticos, si las grandes fuerzas están siendo leales a sus fundamentos intelectuales y, por ende, a todos aquellos sectores sociales a los que se dirigen.