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Adiós a Maragall

ANTONIO PAPELL/
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Es muy probable que la marcha de Maragall obedezca sobre todo a razones puramente biográficas, personales, del personaje. De un político indiscutiblemente relevante, el único estadista catalán del ya largo trayecto democrático que admite una comparación con Pujol en envergadura, que se considera colmado en sus apetencias de poder y representación y que, consciente de su situación y de sus limitaciones, no quiere exponerse a experimentar un final inapropiado que desluzca la culminación de su ciclo de hombre público. De cualquier modo, cabe esperar que la retirada de este político singularísimo de la vanguardia de su partido tenga una influencia también extraordinaria en las coordenadas del socialismo catalán. La izquierda catalana contemporánea ha sido profundamente catalanista -hasta el PSUC, la versión autóctona del Partido Comunista, lo fue-, pero la impronta de Maragall sacó las cosas de quicio y el aderezo nacionalista -por qué no utilizar el adjetivo, que es plenamente apropiado-, aportado por el líder indiscutible ha acabado desfigurando el socialismo de los últimos lustros. Por fortuna, el PSC ha conservado en todo momento la ligazón con el PSOE y ello ha mitigado algunas veleidades de la formación catalana, pero la confusión se ha producido, hasta una fase -la de exacerbación estatutaria-, en que el elemento nacionalista ha invadido abrumadoramente la escena, en el poder y en la oposición.

De hecho, durante la larga elaboración del Estatuto, que ha durado dos años, todas las fuerzas políticas salvo el Partido Popular han exhibido con parecido énfasis el ingrediente de la autoctonía, el particularismo, la singularización, hasta el extremo de que sectores intelectuales de la izquierda no nacionalista, legítimamente horrorizados ante la deriva incomprensible del PSC, han creído oportuno desmarcarse de la corriente general, denunciar la heterodoxia y organizarse para mantener al menos encendida la llama del racionalismo progresista, laico, internacionalista, defensor de los derechos individuales y muy escéptico ante los llamados derechos colectivos. Ésta es la génesis de Ciudadanos de Cataluña, tan injustamente tratados y víctimas del exorbitante poderío mediático del nacionalismo dominante. Con toda la razón, estos ciudadanos han puesto de manifiesto que la alternancia política en Cataluña, después de más de dos décadas de pujolismo, ha tenido efectos imperceptibles en todos los sentidos: la absurda beligerancia contra la lengua castellana, el sectarismo contra las ideas que vinculan a Cataluña con el resto de España, el lanzamiento de consignas agresivamente insolidarias contra otras regiones, la pervivencia de conocidas exclusiones intelectuales han continuado intactos, si no agravados, con Maragall al frente de la Generalitat. Diríase que poder y oposición competían en introspección, en separatismo, en el realce de lo identitario.

Así las cosas, y aunque el futuro está cargado de dudas, la retirada de Maragall constituye una condición necesaria aunque no suficiente del cambio que una parte probablemente notable de la clientela del PSC demanda. Si se consuman el aterrizaje de Montilla y su candidatura a la Generalitat, parece claro que la mudanza será profunda: Montilla, además de charnego por su nacimiento andaluz, es un político pragmático en quien son más perceptibles los clásicos ingredientes intelectuales de la izquierda que del nacionalismo romántico que hoy por hoy es llamativamente hegemónico en todos los estamentos catalanes.

Evidentemente, uno de los elementos de la retirada de Maragall, ya insinuado antes, ha sido la incertidumbre sobre su propia continuidad en el poder. La pobre participación en el referéndum del pasado domingo fue a fin de cuentas un elocuente mensaje crítico hacia quienes habían conducido el proceso de elaboración del Estatuto, con Maragall a la cabeza. De un Estatuto que puso en situación muy comprometida al Gobierno de la Nación y que no hubiese salido adelante sin el buen hacer de Artur Mas, el líder de Convergencia i Unió, quien estableció con Rodríguez Zapatero los límites viables y constitucionales de las demandas catalanas, con el fin de avanzar en el proceso de descentralización sin provocar una ruptura traumática del sistema.