LA COLUMNA

La temeraria pirotecnia de Maragall

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Los clásicos nos enseñaron que «son pocos los hombres que se dan cuenta de cuándo dejan de ser necesarios». La Historia nos ha demostrado que ninguno de ellos se dedicó a la política. Por eso dan ganas de pensar que los ciudadanos deberíamos ser más generosos a la hora de aceptar que los gobernantes merecen una jubilación, al menos tan blindada como la de los dirigentes de las grandes empresas: nos saldrían mucho más baratos. Porque algún día terminaremos por saber cómo financiamos a los partidos políticos, incluso de forma legal, a través de los precios de los productos y los servicios. Y veremos lo cara que nos sale la elección de un líder, y no digamos, su reelección. Nos conformamos con creer que el apego a un cargo político es un simple asunto de erótica del poder. Pero es porque no nos atrevemos a perder la inocencia. Maragall dijo ayer lo que todo el mundo sabía, especialmente quienes le habían escrito el guión. Anunció que disolverá el Parlamento catalán a finales de agosto y no volverá a ser candidato. Todo le iba bien mientras se dedicaba a los fuegos artificiales de los Juegos Olímpicos. Se empezó a torcer cuando tuvo que pactar con ERC para desalojar del poder al nacionalismo catalán de derechas, que era tanto como quemar las naves. Luego le estalló en las manos la traca del 3%. Y salió churruscadito cuando Zapatero decidió que ya no le era necesario y le colocó bajo el asiento el obús del pacto con CiU. Ahora se tiene que ir por la puerta de atrás dejando una herida abierta en el pecho de 40 millones de españoles por haber dado un poco de vaselina a los 1.881.000 que votaron «sí» a una reforma del Estatuto de Cataluña que él planteó como ambición personal, pero cuyo éxito se han apuntado otros. Y ha abierto el tabú sobre si es el PSOE o el PSC quien consigue el voto en Cataluña. «Todo Madrid lo sabía, todo Madrid menos él», como decía Ventura de la Vega en Jugar con fuego. Que es precisamente lo que ha hecho Maragall.