Toros: cuestión de preposiciones
Actualizado: GuardarCada día hay más gente que confunde gustos con razones. Son muchos los que, cuando alguien les contradice y rechaza alguna preferencia suya, tachan al discrepante de necio e ignorante o trata de aislarlo, calificándolo inmediatamente como desvalido miembro de una desgraciada minoría que apenas merece atención.
Suele suceder mucho en el ámbito laboral. Cuando un jefe muestra una preferencia, es una orden. Si un subordinado muestra la contraria, es un error. Si el trabajador insiste, en el mejor de los casos será tratado como un pobre loco que no sabe lo que dice, que vive al margen de la realidad. A lo más que puede aspirar el discrepante es a una falsa sonrisa de paternalismo y complacencia: «Pobrecillo».
Ese común ejercicio de soberbia tiene también traslado a otros ámbitos colectivos. Esta semana, muchos gaditanos han asistido, como asombrados y desde lejos, a la resurrección del debate taurino. Mientras una gran mayoría de paisanos han sido espectadores desde el margen (puesto que no es una de sus preocupaciones prioritarias, ni de las otras) dos pequeñas minorías se han encargado de agitar la discusión eterna: toros sí, toros no. Hay que ser «anti» o «pro», cuando quizás lo preferible sería «con» o «sin».
Es un conflicto que la mayor parte de la ciudadanía ve desde la distancia. Primero, porque la monumental plaza portátil está exactamente instalada en mitad de ninguna parte, en un solar equidistante del mar, la vía del tren, un centro comercial y un gasero donde ponen el circo. Pero la distancia entre esa plaza y Cádiz no sólo es física. También es moral.
Sin tradición, sin debate
La mayor parte de la población de la ciudad ha crecido sin plaza de toros y carece de la menor memoria colectiva en ese apartado. Es un hecho, no se trata de una opinión. Esa estética, esa mítica de la tauromaquia está fuera del ideario infantil de casi todos los de aquí. A los gaditanos de menos de 50 años les pueden resultar familiares imágenes que tengan que ver con el playeo, el Flamenco, el Carnaval, el fútbol o la Semana Santa. Todos los crecidos en la ciudad tienen en su memoria melancolías asociadas a esos fenómenos, pero casi nadie recuerda ya nada que tenga que ver con la lidia. Unos lo lamentarán, otros lo celebramos. Tan respetable es una opción como la otra.
El número de niños gaditanos que quieren, o han querido, ser toreros, el número de personas que sigue con interés las informaciones relacionadas con esa afición es mínimo, casi insignificante y si los medios de comunicación le siguen prestando atención es por pura inercia, por esa tendencia a hacer lo de siempre, lo que hacen todos, pero no por el interés de los espectadores, lectores ni oyentes.
Comprueben las audiencias de las corridas de toros en televisión y observen cómo ha descendido, a la velocidad de la luz, el número de retransmisiones en los últimos años. Si eso sucede a nivel nacional, imagínense lo que puede pasar aquí, donde ya son 40 años sin coso ni festejos. Por algo será. Los más templados admiten que antes de que aquel malhadado ruedo de la Plaza de Asdrúbal cerrara, sus últimas convocatorias ya eran aisladas, los postreros festejos resultaban de escaso seguimiento, tampoco era tanta la expectación. En toda España, y los taurinos lo saben, hay un debate abierto sobre el descenso de asistencia a las plazas.
Envejecimiento
Cualquiera con un mínimo interés ha escuchado en la radio debates sobre el alarmante envejecimiento de los aficionados a los toros. Por cada taurófilo con menos de 40 años hay mil adeptos a la música, incluso a la clásica, al fútbol, incluso al que hace el Cádiz, al cine, incluso al independiente, al teatro, la fotografía, la pintura, la literatura e, incluso ahora, la filatelia. Si esa situación se da en lugares con tradiciones consolidadas y que no han conocido interrupción (Sevilla, Madrid, Málaga, Zaragoza, Valencia, Jerez ) qué no va a pasar en Cádiz, ciudad con alergia a todas las costumbres agroganaderas (feria, lidia, romerías ) y que gusta de disfrutarlas como los solteros de los niños: un ratito y en casa de los demás.
El debate sobre si la ciudad de Cádiz es taurina o no, es ficticio, puesto que tiene una respuesta clara: no. Al menos, ya no. Históricamente pudo serlo, pero el que sostenga que la celebración de corridas de toros en la ciudad es un anhelo colectivo, un interés mayoritario, una pretensión generalizada, miente y se miente.
El porcentaje de ciudadanos que está por eso es, sencillamente, mínimo. Quizás tampoco se trate de prohibir. Ser «antialgo» es bastante triste. Si alguien no comparte interés o aprecio por algo, lo mejor que hace es ignorarlo, apartarse. A 30 kilómetros, a media hora de coche, los pocos gaditanos interesados en esta peculiar y poco higiénica forma de emplear el tiempo libre tienen un templo sagrado lleno de tradición. La Plaza Real de El Puerto de Santa María cumple sobradamente la oferta. Que nadie cierre ni prohíba nada allí, pero admítase como respetable que alguna gente no quiera que haya toros aquí, que con su silencio, con su pacífico rechazo o con su indiferencia manifieste interés por otros proyectos. Se puede llegar a un acuerdo de mínimos: ni se quitan las plazas que ya existen, ni se hacen nuevas.
Los que 'ayudan' a los demás
Lo de que Cádiz necesita una plaza de toros multiusos para recibir actos distintos a corridas de toros es un camelo. Resulta preocupante que sean los taurinos los que han cogido la bandera de esa iniciativa. Dicen que lo hacen por los demás, que pretenden que Cádiz tengan un sitio en el que se pueda celebrar desde un gran concierto a un espectáculo de supercross.
Pero, en realidad, buscan una excusa para convocar unas corridas de vez en cuando. A cambio, tendrían que soportar el resto de tonterías, que no les interesan. Si lo que quisieran de veras fuera un auditorio grande, podría hacerse de forma rectangular, o cuadrada, o sin albero eso cubriría el resto de las necesidades, pero no las suyas, no la de unos pocos aficionados a los toros que quieren hacer comulgar a la mayoría con sus preferencias.
Pero sucede como en los trabajos, que los que tratan de hacer buenas sus opiniones son los jefes, -o los que lo fueron-, los encargados, -o los que lo fueron-, los concejales, los amigos de los concejales, los que siempre tuvieron sueldo fijo e influencias, los barandas, los que se reúnen en casinos y sueñan con manejar el futuro de las ciudades, los que además de tener cierto dinero, cierto poder, quieren tener razón.
Son líderes sociales y cuando sus vecinos, o un pequeño grupo de ellos, les llevan la contraria, reaccionan diciendo son unos ignorantes, achacándoles que son incapaces de apreciar la lírica de la danza entre la condenada bestia sangrante y el héroe que juega con la muerte y con ventaja.
Este grupo de promotores de la fiesta desprecia a un grupo de personas que se limita a decir que no quiere toros en su ciudad. Los que protestan, esos que presuntamente son pocos o locos, se limitan a ejercer su sagrado derecho a proclamar que no les gusta ese festejo y que si no se celebra en su tierra, mucho mejor.
Esa opinión es, a priori, absolutamente respetable, aunque pierde toda su legitimidad si se transmite a través de pintadas, destrozos o insultos. Si los métodos son la pintura o las descalificaciones, merecen repulsa y castigo, pero si se pronuncian por la vía de la palabra, con una concentración pacífica y sin ofender a nadie, merecen respeto. Los aficionados que pasen esta tarde ante ellos, que intenten no mirarles con desprecio, serán pocos, pero hay muchos más que piensan como ellos. Simplemente, no les gustan los toros. Nadie es ignorante, necio, insensible, loco ni marginado por tener esa simple preferencia.
Si se suman los cuestionables antitoros a los respetables sintoros, a ver quién está en minoría...