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Belén

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Entre mundiales y nadales, que han concentrado toda la atención de esta semana, ha ido quedando en segundo plano un asunto que, en otras condiciones, habría sido la comidilla del mundo televisivo: la cruzada vengativa de Belén Esteban, mire usted por dónde, que se ha abalanzado sobre el árbol caído de la Campa (o sea, doña María José Campanario) para hacer toda la leña posible y arrojarla, encendida, a los pies de Jesulín. ¿Tan importante es esto? Psé.

Para usted y para mí, seguramente no. Pero para la gente de la tele es muy importante. Tanto como para ceder a Belén Esteban un larguísimo espacio en la corrala de Salsa rosa. Tanto como para que después, en el curso de la semana, el asunto prosiguiera en el matinal más visto, que es el de Ana Rosa Quintana. Tanto, en fin, como para que la propia Ana Rosa tuviera que reconvenir a la lenguaraz Belén por la vehemencia con la que clavaba sus uñas sobre la Campa. Y lo que a usted y a mí nos queda es el espectáculo desgarrado de una señora un poco inverosímil, casi demasiado tópica para ser verdad, que ha cobrado una relevancia televisiva completamente desproporcionada por el hecho de haberse prestado a ventilar las altas y bajas pasiones de su vida personal.

En el mundo pasan mil cosas trascendentales; pocas de ellas ocupan tantas horas de televisión como las visceralidades de Belén y las cuitas de Ambiciones, la finca de los Janeiro. Un simple ejemplo: la crisis del uranio con Irán ha ocupado menos tiempo de televisión que estos otros argumentos. La gente de la tele dice que es por el atractivo personal de esta señora: es aparecer ella en pantalla, y dispararse los índices de audiencia. Ocurre que Belén Esteban encarna un tipo humano muy común en la literatura popular: el de la chica de humilde condición que asciende en la escala social por un amor con alguien más rico que ella y que luego es abandonada por el cruel varón. O sea que esta chica es una telenovela andante, y de ahí que la tele le dedique tanto tiempo. Porque la tele, que ya apenas informa, quiere sobre todo entretener. Y pocas cosas entretienen más que estas historias de toda la vida.