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Editorial

Un Estatuto para los funcionarios

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El presidente del Gobierno presidió ayer la firma del anteproyecto de ley del Estatuto Básico del Empleado Público a cargo del ministro Sevilla y de representantes de UGT, CC OO y CSI-CSIF. Una propuesta que, según Zapatero, pretende avanzar en la modernización de la economía, dar respuesta a las transformaciones de la sociedad española y otorgar a los empleados públicos «ese reconocimiento social tantas veces escatimado».

El anteproyecto concederá unas condiciones homogéneas a los 2,5 millones de empleados públicos que existen en España y entre los objetivos genéricos que se enuncian están el reconocimiento del derecho a la negociación colectiva y unas retribuciones superiores, más cercanas a las del mercado. El parangón con el sector privado alcanza también otros aspectos: los trabajadores cobrarán en función de su rendimiento y podrán perder su puesto de trabajo si no cumplen los objetivos asignados. Habrá, por tanto, sistemas de evaluación que se regirán por «criterios de transparencia, objetividad, imparcialidad y no discriminación»; a cambio, los trabajadores públicos tendrán el derecho «a la carrera profesional y a la promoción interna», así como a incrementos salariales ligados a la productividad.

Las ideas plasmadas en el anteproyecto, en absoluto novedosas, son plausibles, aunque, por reiteradas, hayan perdido casi todo su atractivo. Entre otras razones porque es imposible conciliar los criterios competitivos del sector privado con el carácter vitalicio de la función pública y con la evidencia de que, por razones complejas, no existe realmente un régimen disciplinario y sancionador que limite al menos los abusos de manera eficaz. La reforma de la función pública requiere, en fin, un ánimo muy distinto del que ha manifestado el Gobierno al consensuar con los representantes de los trabajadores un desiderátum que sólo sería verosímil si se enmarcara en una mayor exigencia del empleador y en la reforma integral de las propias Administraciones; porque en la actualidad, los organigramas de los Departamentos y de las diferentes instancias de la Administración Central son obsoletos e inservibles. Y cuando las cosas son de este modo, cualquier mejora parcial del sistema adolece de falta de credibilidad. Y más cuando es conocido que una reforma a fondo de las burocracias públicas requeriría cirugías muy costosas para el Gobierno. Una razón para que todos los cambios que se han emprendido se hayan planeado cuidadosamente para garantizar que todo continuará igual.